Andrés y su hermano Nicolás lo llevan haciendo un par de meses. Cada miércoles de cada quince días. Ambos son atletas aficionados que ya han corrido un par de maratones y otro tanto de carreras exigentes en las que también nadan y montan bicicleta por kilómetros improbables. Los conozco, a ellos y a su familia, hace más de veinticinco años. Puedo decir, con tranquilidad, que sé quiénes son. Por eso no me costó aceptar la invitación (en forma de reto) de subir al cerro de Monserrate, una más de las montañas del centro oriental de Bogotá. Llevo años corriendo por la ciudad y siempre lo he considerado, más que todo, un método efectivo de distracción del pensamiento o como dice Murakami el escritor-corredor japonés, una manera óptima de negociar con el dolor. Esta vez sería diferente.
La exigencia iniciaba al tener que levantarse a las cuatro de la mañana, para poder llegar antes de que se abrieran las puertas del ascenso a la montaña a las cinco en punto. Cuando me bajé del carro, me sorprendió ver a tantas personas preparándose y a un grupo de vendedores que en sus puestos ya ofrecían agua mineral, aromáticas y bebidas energéticas. Apenas un somnoliento portero corrió la reja de la entrada, los grupos de personas se disolvieron y empezaron a subir los primeros escalones. Nicolás se perdió entre los primeros, quería superar su récord personal. Andrés me acompañó un par de minutos pero luego se perdió en la oscuridad del empinando sendero. Sé quiénes son y cómo son: competitivos.
No me importó perderlos de vista. No quería una lesión por exigirme más allá de mis capacidades y mucho menos en una ruta que no conocía. El frío empezó a desaparecer y a aparecer, fue extraño. Bogotá es una ciudad rotunda en sus climas de madrugadas, pero el hecho de estar subiendo escalones de piedra hacía que la temperatura fuera un ir y un venir. Varias veces me bajé la capucha del saco y varias veces tuve que volver a subirla. Los primeros diez minutos fueron los más difíciles, no me sale bien sentirme sobrepasado y precisamente eso fue lo que sucedió. Hombres mayores, jóvenes y mujeres me dejaron atrás. Esa impotencia también fue saludable. Debemos muchos a quienes nos demuestran nuestra inferioridad.
Cuando se ascienden más de quince minutos, la ciudad demarcada por las luces de la noche se empieza a asomar entre los arbustos que se levantan en los costados del camino. Varias veces se deja ver Bogotá en su inmensa complejidad. El interrogante más recurrente de Colombia. Quise detenerme pero no lo hice. No me habían invitado a un paseo. Lo más sublime estaba por llegar. Luego de pasar el primer paradero de ventas y casetas; que a esa hora están desocupadas salvo una de luz trémula, sentí el abrazo sospechoso de la oscuridad. Pensé que es muy inusual sentirse cómodo y sin luz en una ciudad sumergida entre temores artificiales y orgánicos. Bogotá era luces encendidas para mí. No sé si alguna otra vez tuve la oportunidad de estar solo y a oscuras en mi propia ciudad. Cuarenta y un años sin esta experiencia generosa y reveladora.
Unos minutos más tarde el aire se volvió denso y difícil de respirar. Sentí un ahogo en forma de nausea caliente. Esta vez me bajé la capota del todo e inhale todo el aire que pude. Varias veces. Este ejercicio, que me enseñaron de niño, poco valió frente a la imagen que se me apareció de repente. Una mujer subía rezando un rosario, descalza y con la cabeza gacha. Imaginé su penitencia o su gratitud. Tal vez, pagaba una promesa cumplida. Tal vez, se reprochaba no haber prometido nada. Pensé tanto que sentí la carga de las ideas, que por alguna razón extraña terminan por aligerar el peso y el paso. Mi ensimismamiento desapareció cuando oí un grito a lo lejos. Un hombre, al que no vi (la madrugada no se atrevía a despertar) le anunciaba, vociferando, a los peregrinos atletas que ya casi llegarían, que no se rindieran. Al cruzar al lado de su sombra, oí su sombrero o algún tipo de recipiente agitarse en búsqueda de monedas caritativas. Todo me pareció único. Y recordé que Bogotá es única entre la especie de ciudades indescifrables. Más adelante, otro hombre se paraba sobre una piedra y con una flauta mientras tocaba el sonido del silencio; odio esa canción. Pero silencio no hubo. Los sonidos de mi respirar se hacían cada vez más estridentes y la noche empezaba a despejar el espacio para el ruido del día. Faltaba poco.
Los hermanos
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