Hace poco le oí decir a alguien que el testimonio de una mujer que había pasado por la cárcel después de ser una estrella de cine le cambió la vida. Me pareció exagerado y artificioso. Supongo que es porque creo que somos el resultado de un cúmulo de experiencias y que ni siquiera las más traumáticas o contundentes tienen la capacidad de transformarnos de tajo. Vamos por la vida recogiendo y soltando piedras que terminan por orientar una dirección u otra. Lo que sucede es que es más fácil atribuir el cambio a un solo acontecimiento que revisar con detenimiento la serie de hechos que poco a poco lo causaron. Nadie se redime de la noche a la mañana. Nadie se pudre en un instante. Pueden preguntarle a los cadáveres.
Cuando conocí la locura tendría unos dieciséis años. Era el momento de no tomarse en serio y de restar gravedad o significado a las personas y sus alrededores. El colegio era un lugar para perder el tiempo mientras nos divertíamos desprevenidamente. Todo era superficial y aparente. En esa época, un profesor joven y simpático, que había descartado la vida sacerdotal al escapar de un seminario, tomó como suya la ingrata tarea de hacer que a esos adolescentes les importara algo o alguien. Una atribución compleja que, entre otras cosas, lo llevo a ganarse mi confianza y la de otros que, como yo, presentíamos que el mundo iba más allá de las bromas pesadas y las primeras caladas de cigarrillo.
Francisco de Goya, Confesión en la cárcel o locos en el manicomio
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