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Foto del escritorCamilo Fidel López

Cuando conocí la locura

Actualizado: 24 jul 2023

Hace poco le oí decir a alguien que el testimonio de una mujer que había pasado por la cárcel después de ser una estrella de cine le cambió la vida. Me pareció exagerado y artificioso. Supongo que es porque creo que somos el resultado de un cúmulo de experiencias y que ni siquiera las más traumáticas o contundentes tienen la capacidad de transformarnos de tajo. Vamos por la vida recogiendo y soltando piedras que terminan por orientar una dirección u otra. Lo que sucede es que es más fácil atribuir el cambio a un solo acontecimiento que revisar con detenimiento la serie de hechos que poco a poco lo causaron. Nadie se redime de la noche a la mañana. Nadie se pudre en un instante. Pueden preguntarle a los cadáveres.

Cuando conocí la locura tendría unos dieciséis años. Era el momento de no tomarse en serio y de restar gravedad o significado a las personas y sus alrededores. El colegio era un lugar para perder el tiempo mientras nos divertíamos desprevenidamente. Todo era superficial y aparente. En esa época, un profesor joven y simpático, que había descartado la vida sacerdotal al escapar de un seminario, tomó como suya la ingrata tarea de hacer que a esos adolescentes les importara algo o alguien. Una atribución compleja que, entre otras cosas, lo llevo a ganarse mi confianza y la de otros que, como yo, presentíamos que el mundo iba más allá de las bromas pesadas y las primeras caladas de cigarrillo.


Francisco de Goya, Confesión en la cárcel o locos en el manicomio


Sin aspavientos, Gabriel, como se llamaba el profesor, anunció que haríamos una visita a Sibaté a visitar un manicomio. No creo que haya usado esa palabra pero no puedo hallar otra que se acomode a las circunstancias y a sus tiempos. De niño, mi abuelo, al ver mi conducta intempestiva y caprichosa, con cariño me amenazaba con llevarme a ese pueblo donde según él vivían los locos. En esos días imaginaba a la locura como un ejercicio inofensivo de libertad. Pensaba que Sibaté era un pueblo de gente disfrazada que cantaba todo el día canciones al revés y que en vez de comerse la comida se la untaba sobre los ojos. Para mí la locura era una puesta en escena que terminaba cuando se prendían las luces y se subía el telón. Es curioso como en la mente de los niños todo es remediable. El fin de la infancia es el comienzo de la fatalidad.

Llegaríamos primero al manicomio y luego conoceríamos Sibaté. Recuerdo que era una mañana gris y fría en una hacienda antigua y venida a menos que había sido convertida en un albergue para enfermos e incapaces (quizás esas podrían haber sido las palabras de Gabriel). Cuando entramos a la inmensa casa, el silencio nos desconcertó como si algo invisible nos frotara el rostro. El olor agresivo a líquido limpia pisos estaba lejos de ser agradable y más bien parecía un truco barato o un engaño fácil. La primera sala que visitamos estaba repleta de niños que tomaban el desayuno con la ayuda de algunas enfermeras diminutas y de rasgos campesinos. La idea imaginada de manicomio empezaba a desmoronarse. Eran niños con discapacidades y padecimientos mentales. Muchos tenían la cabeza deforme -unos muy grande otros muy chica- y al reconocer nuestra presencia nos sonrieron y balbucearon un par de palabras que al menos yo no pude entender. Conmovido, me quedé mudo y traté de saludarlos a todos haciendo un esfuerzo sobrehumano para ocultar la impresión que me causaban. A lo lejos vi que uno de mis amigos más cercanos se hincaba y le hablaba a un niño que miraba fijamente por la ventana. Tendría unos 10 años, el pelo claro y rasgos delicados. A pesar de los esfuerzos de mi compañero, el niño no le respondió. No se venció y ayudó a la enfermera a darle algo de comida. El menor abría la boca y masticaba en silencio sin desviar un centímetro su mirada que parecía tallada en una piedra. En ese momento pensé que estaba triste; ya nos habían dicho que en ese pabellón se alojaban menores víctimas de la violencia de sus padres o fruto de una madre adicta a las drogas. Pero él no estaba triste, estaba ausente. Era autista. Muy poco se sabía en esa época de la diversidad en el funcionamiento de la mente humana y por eso no era descabellado que las enfermedades psiquiátricas se atendieran y sumaran a las enfermedades congénitas. Loco era todo aquel que era diferente.

Luego, salimos al patio del albergue que parecía más una pequeña plaza con una fuente en el centro. Algunos adultos caminaban sin rumbo fijo merodeando cada rincón como estrategia y defensa para apaciguar el encierro y la monotonía. Nos previnieron de sus reacciones violentas. Nada sucedió. Tan solo nos miraban extrañados y curiosos. Un enfermero que nos acompañaba nos señalaba uno a uno y nos trataba de explicar sus padecimientos. No entendimos mucho de lo que nos decía. Eso sí, recuerdo a un hombre de bata, paso firme y pecho recogido que atravesaba, sin parar, el patio de lado a lado. -Se cree Simón Bolívar, nos dijo el joven vestido de blanco mientras saludaba con cariño a los demás internos. Todo me pareció sorprendente, la locura pasaba de ser una expresión teatral de la furia o la arbitrariedad a una marea quieta y yerma más similar al aburrimiento. No sé cuanto tiempo estuvimos ahí. Una hora al menos. La memoria hace fallar a las horas.

De vuelta a la ciudad, Gabriel dio un discurso parado entre las hileras del bus que no escuché. No era el momento de escuchar. Miraba por la ventana tratando de darle la justa medida a lo que acaba de suceder. Era momento de volver a la fantasía y a la desatención. Así lo hice y continue siendo un muchacho cualquiera con una vida cualquiera. La visita no me cambió la vida pero desde ese día ya no jugué más con la idea de la locura a la cual intento aproximarme siempre desde la compasión que causa el temor y la sospecha. Ya mi abuelo había caído enfermo y meses después moriría. No sé si alcancé a contarle que fui a Sibaté y que no fui obligado a quedarme. Un error lo comete cualquiera, habría dicho con su sonrisa infinita.


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