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Desarmar el árbol

Foto del escritor: Camilo Fidel López Camilo Fidel López
Camilo Fidel López // @CamiloFidel

Para quienes la disfrutan y añoran, la navidad siempre tiene prisa. Sin importar que ahora ese tiempo de ficción y espejismo inicia apenas se cuelga el disfraz de Halloween, nunca será suficiente. Sea un mes o dos meses, la navidad empieza para quedarse corta. Sin falta. Es inevitable sentir la nostalgia del veinticinco cuando, entre regalos buenos y malos, trozos de papeles desparramados en el piso y platos y vasos sucios, se anuncia que todo acabó. Esa mañana en la que el árbol, el testigo perfecto, nos observa desde el reflejo ovalado de sus adornos, sabiendo, sin que le importe, que pronto llegará su hora. Y la nuestra.

En cambio, enero y sus rituales de aburrimiento se toman su tiempo. Pensándolo bien, la mala fama del primer mes consiste en el abrupto cambio de velocidad que supone su llegada. La pérdida del ritmo impostor de los días de vacaciones, dedicados a divagar en todo lo sucedido en el año que acaba de acabarse: en lo inadvertido y en lo provocado, en la mala suerte y en lo inmerecido, en las deudas y en las loterías. El calendario se apura en marcar el fin de ese período dichoso en el que nos sentamos ante el olvido y lo retamos a dejarnos para siempre; como a los malos amores. Por eso debe ser que le insistimos a familiares y amigos en volver a vernos pronto, porque sabemos que, sin falta, los olvidaremos de nuevo. Hipócritas les prometemos lo contrario. Considere usted todas las promesas de encuentros que hizo y que sabe que no va a cumplir.

Y el árbol sigue observándonos.


Después de la primera quincena, el árbol nos saluda con miradas inquisitivas con las que nos avisa que su lugar en la casa ya no tiene propósito. Que el hechizo hace rato dejó de hacer efecto cuando las luces de color no volvieron a prenderse y las bolas de cristal, por cansancio, renunciaron a su brillo. La presencia de ese extraño objeto de ramas de plástico, tan adorado en las semanas previas, nos empieza a hacer sentir incómodos e inútiles. En un mundo donde el premio se lo lleva el que primero se deshaga de las ilusiones navideñas, no desarmar el árbol es un mal augurio para lo que se viene. Una desventaja crucial ante un mundo que empieza a toda marcha y que como los trenes del primer mundo, no espera a nadie. El árbol se transforma en un reloj urgido por encerrarse en una caja de cartón.

Supe de una vecina de mi madre que jamás desarmaba el árbol. Eso sí, solo le prendía las luces de colores intermitentes llegada la temporada; de resto, el arbol se convertía en una sombra inmóvil y segura en la esquina de su sala. La anciana se justificaba diciendo que prefería evitar la fatiga de guardarlo pero la verdad es que estaba muy sola. De alguna forma quería llamar la atención de sus hijos ausentes: fingiendo el desquiciamiento de una navidad eterna. Hasta donde supe no lo logró y el árbol quedó sin desmontarse. Con seguridad ella sabía que la secuencia de armar y desarmar un árbol de navidad es un truco del tiempo para estrecharse y escapar por la ventana hecho polvo.

Ahora sé que los años son una cuenta para atrás y que la Navidad luce cada vez más precipitada. Lo que el niño espera por siglos para el adulto son apenas segundos. Y no es que todo pase muy rápido, es que ningún paisaje se detiene para quien pasa corriendo. Ni siquiera el aletargado y aburrido enero.

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