Camilo Fidel López // @CamiloFidel
Para quienes la disfrutan y añoran, la navidad siempre tiene prisa. Sin importar que ahora ese tiempo de ficción y espejismo inicia apenas se cuelga el disfraz de Halloween, nunca será suficiente. Sea un mes o dos meses, la navidad empieza para quedarse corta. Sin falta. Es inevitable sentir la nostalgia del veinticinco cuando, entre regalos buenos y malos, trozos de papeles desparramados en el piso y platos y vasos sucios, se anuncia que todo acabó. Esa mañana en la que el árbol, el testigo perfecto, nos observa desde el reflejo ovalado de sus adornos, sabiendo, sin que le importe, que pronto llegará su hora. Y la nuestra.
En cambio, enero y sus rituales de aburrimiento se toman su tiempo. Pensándolo bien, la mala fama del primer mes consiste en el abrupto cambio de velocidad que supone su llegada. La pérdida del ritmo impostor de los días de vacaciones, dedicados a divagar en todo lo sucedido en el año que acaba de acabarse: en lo inadvertido y en lo provocado, en la mala suerte y en lo inmerecido, en las deudas y en las loterías. El calendario se apura en marcar el fin de ese período dichoso en el que nos sentamos ante el olvido y lo retamos a dejarnos para siempre; como a los malos amores. Por eso debe ser que le insistimos a familiares y amigos en volver a vernos pronto, porque sabemos que, sin falta, los olvidaremos de nuevo. Hipócritas les prometemos lo contrario. Considere usted todas las promesas de encuentros que hizo y que sabe que no va a cumplir.
Y el árbol sigue observándonos.

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