Desde hace unos días me detuve a pensar sobre lo que quisiera conservar y lo que preferiría evitar en los próximos meses. Supongo que es un ejercicio muy común (y muchas veces inoficioso) cuando se acaban los años y empiezan otros. Pero no quería extender una lista de mandatos y mucho menos consejos que pudieran incomodar por su falta de criterio o su absoluta ausencia de sentido o autoridad. De todas formas, decidí escribir para mí mismo: observar y escuchar el crujir de las hojas secas que llevo por dentro. Quise dejar sentadas algunas apuestas privadas que libremente me impongo, sabiendo muy bien que en todo propósito valioso es el azar quien tira los dados. Y que la inminencia de perder o fracasar siempre estará vigilante.
Evitar, a toda costa y precio, dar opiniones sobre la vida y decisiones de los demás. Apagar el deseo de confirmar la validez de mis días con juicios hacia los otros. Tomar distancia para que nadie se sienta constreñido a no ser.
Dejarme acompañar en los compromisos y las apuestas (incluyendo estas). Confiar en la responsabilidad y determinación ajenas. Descargar ese incómodo y falso empeño de impulsar. Cada quien sabrá servirse de la vida como bien le plazca. Restringir los pensamientos ante las intermitencias
Encontrar y aferrar lo que interesa, cuestiona y conmueve. Confiar en lo creado y en lo por crear. Someter la dificultad a su mejor versión: la posible y eventual recompensa. Seguir el instinto de contar vidas simples. Inmolar tanto heroísmo. Observar más. Escuchar mejor.
Dudar sobre todas y cada una de las convicciones que alardean de su madurez y su aplomo. Desconfiar de la información, los datos y las opiniones que confirmen lo creído y lo creado. Evitar el morbo de tener la razón y proscribir la bajeza de enrostrar la verdad solemne.
No dejarme estremecer por la política. Reducirla, en su compresión, a un juego macabro de intercambio locuaz e infame de intereses. No dilapidar los días ni defendiendo ni atacando charlatanes y tercos. Ausentarme a la invitación tanto del fanático como del cínico.
Preferir ser testigo del mundo. Disminuir la frecuencia en lo virtual y a su falsa moralidad de la apariencia. Atender a las personas y desatender las notificaciones. Hacer llamadas más largas. Limitar convertir dedos en alfileres en mensajes imprecisos y redes nefastas.
Ver cine viejo. Entre más viejo mejor. Leer libros viejos. Entre más viejos mejor. Escribir con más frecuencia y juicio. Perder el pudor (o terminar de perderlo). Desoír el ruido de los que no hacen. Empeñar cada ejercicio con el siguiente.
Abolir la culpa por descansar. Aprender a detener el paso más seguido. Recuperar el presente evitando los remordimientos y reproches. Dejar pasar oportunidades que consuman y atrasen. Seguir cosechando lo importante: el amor y los amados. Saber despedirse de lo que parte.
Pasar más tiempo con los viejos. Oír, con paciencia y respeto, las mismas historias como en la primera vez. Acompañarlos en las citas en las que les dictan el tiempo y los males. Hacer las filas necesarias. Soplar los cafés calientes que rezuman tiempo libre y nostalgia.
Pensar con más calma. No reaccionar a las circunstancias. Decidir sin afanes que distorsionan el tamaño y el volumen de las consecuencias. Conocer la llegada de la rabia y hacerle zancadilla. Evitar el placer de herir con las palabras. Abandonar la usura de ciertas disculpas.
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