El canalla quiso hacer el mayor daño posible. Por eso escogió el día de la madre y un centro comercial repleto de gente. Cumplió su promesa y su deseo y luego de dispararle a la joven mujer, quien moriría de inmediato, trató de matarse. Fallecería horas después. Me enteré en la tarde. Horas antes, en la mañana, me estremeció la columna de Daniel Coronell en la que relataba las artimañas de un asesino y violador, con casi dos décadas de impunidad, que trata por todos los medios de evitar ir a la cárcel. Acaba de ser capturado. Todo ocurrió en otra fecha especial: el primer día del año de 1994. Semanas más tarde, cuando se supo descubierto, escapó al Brasil amparado por el dinero de su familia. Curiosamente, también a comienzos de mes, oí el valiente relato de Natalia Ponce en el podcast de Santiago Alarcón en el que detalla cómo pudo regresar a la vida, después de que un tipejo, al que apenas conocía, le tirará dos veces ácido sulfúrico en su cara y en su cuerpo. Desfigurándola para siempre.
Por supuesto, estas historias no se me atravesaron por alguna casualidad o solo porque mi condición de padre de una hija me haya hecho más atento a este tipo de eventos. Al contrario, los tres crímenes son tan solo tres pruebas más de una realidad irrefutable: el permanente estado de indefensión de todas y cada una de las mujeres, sin excepción, respecto a un grupo numeroso de hombres que están dispuestos a hacer lo que sea para hacer prevalecer sus caprichos masculinos y deseos enfermos.
Negro sobre Gris, Mark Rothko
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