Hace rato que no oía una excusa tan sólida y contundente para el hábito de escribir. Según el humorista y escritor David Sedaris, aquel que escribe, logra convertir su realidad en una segunda oportunidad. De esa manera -algo similar decía García Márquez- la vida puede retornar hacia nosotros, e incluso reivindicarse, cuando se convierte o confunde con palabras. Nomás tener una anécdota cualquiera -que para otro sería un momento anodino y pasajero- sirve al escritor de cultivo de gérmenes para dar inicio a una historia o como sustrato principal de un ensayo. Desde luego, también funciona para reconocer que en toda vida humana existe al menos una anécdota literaria o una potencia de ella. Seguramente eso hacemos cuando envejecemos y repetimos, una y otra vez, la misma historia. Los años se convierten en filtros de anécdotas que con los días se van quedando solas hasta abandonarnos por completo. Así que la muerte podría ser tan solo eso: el fin de las anécdotas de la vida. O algo parecido.
La semana pasada, más por morbo que por convicción, empezamos a ver la serie Griselda. Toda la puesta en escena, que no es poca, naufragó cuando acepté que para mí Sofía Vergara, tan admirable y valiente como es, y a pesar del esfuerzo exitoso de actuación que hace, siempre será Sofía Vergara. Supongo que su condena reside en eso, ser tan y tanto ella misma, lo que hace que cualquier personaje que intente encarnar este opacada por su presencia rutilante y su perfilado alter ego de latina desparpajada; que lleva trabajando mas de tres décadas desde que llego a Estados Unidos. Sin embargo, debo admitir, Griselda fue una excepción a una regla sonsa que me he impuesto en los últimos años, de nuevo, más por morbo que por convicción: no gastar minutos de atención en series de narcotraficantes. Alguna vez esgrimí un argumento flojo y lleno de moralina fluorescente en el que sostenía que no tenía nada que ver o saber de esos productos del entretenimiento si yo mismo había vivido la historia en carne propia. Nada más lejos de la realidad. El hecho de haber sido un niño en los 80 y un adolescente en los 90 no implicaba conocer todos los matices y entuertos de semejantes dramas. En realidad, dudo que alguien sepa la historia completa y por eso mismo toda esa generación de tragedias repugnantes son tan fértiles y dóciles a la hora de volverlas ficción.
En cualquier caso, haber empezado la recién famosa miniserie me llevó de regreso en el tiempo. Más bien, volví al día preciso en el que abandoné a Millonarios. Millos es el equipo de mi padre desde que era un niño; en el que años después casi se convierte en jugador profesional. (Aún no recuerdo que tan cerca estuvo de serlo pero es una de las anécdotas favoritas de mi viejo). Por tales razones, desde los cuatro años yo ya tenía un pequeño uniforme del que para ese momento era el mejor equipo de Colombia. Pimentel, Iguarán, Ruben Darío, y “La gambeta” Estrada, entre otros, conformaban un plantel descrestante. Muy seguido íbamos al estadio a ver jugar al ballet azul; ese apodo exagerado tan propio de los hinchas azules. Incluso tuve un álbum de láminas que no llegué a terminar del torneo nacional. Era un seguidor en ciernes con mucho más que una simple vocación. Era mucho más. me gustaba ver el brillo de los ojos de mi padre cada vez que el resultado favorecía a su equipo. Aún resplandecen cuando ve al otrora mito llegar a las finales; sea la que sea.

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