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El museo, el juguete y el niño

Foto del escritor: Camilo Fidel López Camilo Fidel López

Actualizado: 20 feb

Hace años que un museo no me resultaba tan conmovedor. Una más de esas escasas experiencias que —a pesar de su brevedad— quedan vigilantes en la memoria: como un panóptico de ocasión que se queda observándonos con detalle y sospecha. Procurando recuerdos inquietos que permanecen y nos advierten de cómo y que tanto ha cambiado el mundo a nuestro alrededor. No fue más que una mañana y un medio día, merodeando un edificio en la colonia Doctores de la inmensa Ciudad de México, en la que el tiempo y las generaciones se diluyeron a cada paso. Se trata del Museo del Juguete Antiguo. El proyecto de vida de Roberto Shimizu —hijo de un primer migrante y aventurero japonés que llegó a México en la primera mitad del siglo XX—. La construcción, solo en apariencia común y corriente que albergó migrantes japoneses por ochenta años, esconde un laberinto emocional moldeado con el cuidado de un recolector de fantasías infantiles, que sin querer queriendo —como diría ese juguete de carne y hueso que fue el Chavo del ocho—  erigió una máquina del tiempo hecha de suspiros macizos: más de seis millones de piezas de los más distintos orígenes, materiales y épocas.

De las primeras afirmaciones que recordé, apenas empecé el recorrido guiado por un emocionado Roberto Shimizu (el nieto, otro Roberto, hijo del coleccionista y socio de aventuras de su padre), fue eso que decía Cortazar sobre la seriedad de un niño mientras juega. Una premisa que —si entiende al juguete como objeto místico— lleva a considerarlo como el resultado tangible que nace de ese encuentro improbable entre el rigor y el azar. Ese equilibrio esquivo que aparece cuando se logra imaginar a un niño dedicado por completo a trabar una relación imperecedera con su juguete. También pensé en ese libro fantástico de Gianni Rodari, que hace años me regalaron,  en el que el autor plantea que el juguete sirve de entrada amable del niño al mundo adulto. Por esto muchos de los juguetes no son más que objetos adultos desacralizados: tal y como sucedió con el arco y la flecha o con la locomotora a vapor. Desde luego también viajé entre los recuerdos imaginados de mis abuelos y mis papás, de las historias sobre sus juguetes (sus pocos pero leales juguetes) y sentí que cada ser inanimado que reposaba en una vitrina, o como parte de las impresionaste instalaciones artísticas de Shimizu, me contaba una historia de su tiempo y de su realidad. El juguete alberga como un cofre sin fondo el relato sobre la moral, la belleza y la verdad de cada época. La rubia Barbie que tanto demoró en oscurecer su pelo y su piel cuenta lo mismo que esos juguetes tallados por mujeres y hombres pobres que crearon replicas imperfectas de los juguetes que no pudieron comprarles a sus hijos. Un juguete es un portador de un presente definido. Una fotografía en tres dimensiones.

No obstante, y luego de llegar al último piso, donde el nieto Shimizu creó su propia colección de obras de arte urbano y las hizo confluir con juguetes: la materia prima del edificio y la familia, me di cuenta de que es probable que esa relación íntima entre el niño y el juguete ahora esté desfigurada por completo. Me temo que ahora los niños no tienen una relación simbólica-emocional con sus juguetes, sino más bien algún tipo de pacto acumulativo. Los juguetes favoritos son un género en crisis y en desuso. Quizás el niño perdió la seriedad del juego al concebir al juguete como un objeto prescindible y desechable. Basta visitar cualquier cuarto infantil —como el de mi hija— para ver pequeñas torres o bolsas repletas de juguetes olvidados y casi sin estrenar. Son muchos para el poco tiempo que es la infancia. Todo esto me lleva a pensar que como padres estamos fallando al enseñar tan pronto la obsesión por el consumo. La ética de la insatisfacción que nos lleva a despreciarlo todo apenas se tiene, la gran falla moral —devenida en religión— de nuestros días.     
Una colección de luchadores mexicanos
Una colección de luchadores mexicanos

En ese sentido el Museo del Juguete Antiguo de Ciudad de México revela un tiempo que ya dejó de ser. Y así como se mira con estupefacción al fósil de un animal prehistórico, en su colección podamos ver cosas y objetos que perdieron la vida —ese soplo que da el abrazo de un niño que se siente invencible y protegido por su luchador enmascarado— para siempre. Por estos días los juguetes —ante el fin del aburrimiento infantil impuesto por adultos avergonzados por su falta de tiempo y atención— ya no cuentan presentes: ahora solo revelan instantes y su materia peregrina. Lugares fugaces que ni siquiera merecen un espacio mínimo en la memoria. Niños y niñas que así como olvidan a sus juguetes cada semana, olviden que hay una gran virtud en la permanencia, la quietud y la confianza. Atributos todos que exudan los juguetes cuando sienten la mirada seria de una niña que acaba de encontrar a su mejor amiga en un Tiranosuario Rex de plástico.   
 
 
 

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