Hace dos tardes volví a ser un niño de nuevo. Todo lo que me rodeaba me parecía inmenso y asombroso. La intriga y la euforia me hicieron sentir diminuto. Me quedé sin palabras precisas mientras observaba, con fascinación y extrañeza, la fiesta ritual que provocaba la selección Colombia. Llevaba años sin ir a un estadio de fútbol. Una larga temporada sin oír la alegría sísmica de una hinchada que enloquece cuando su equipo pisa la cancha. Miles de personas sumergidas en ese delirio momentáneo de un onceno invencible e improbable. Cuando el balón no ha empezado a rodar, la selección es un mito y una abstracción: la victoria inminente es irreversible. La realidad se interrumpe hasta que se oye el pitazo del juez. Fue un partido aburrido, tacaño y desalmado, pero a eso no pienso darle un lugar en mi memoria. La vida transcurre entre algunos recuerdos impuestos y otros escogidos a voluntad.
El primer recuerdo que tengo sobre un estadio ocurrió una tarde de domingo en Bogotá. Mi papá, sentado entre los dos, en la tribuna de occidental numerada, nos anunciaba, emocionado una y otra vez, a mi hermano mayor y a mí, que esa tarde de domingo jugarían en el clásico Millonarios-Nacional Santiago “Sachi” Escobar y Andrés Escobar. Dos hermanos que, por el deber supremo que encarna el fútbol, se enfrentarían en la cancha. No sé quién ganó ese día, o si hubo un empate, pero la mirada brillante de mi padre, en medio de la estridencia de la situación, me acompaña desde entonces. Ni mi hermano ni yo seguimos sus pasos: nos limitamos a ser hinchas de ocasión cada vez que tenemos tiempo de serlo; en cambio, mi viejo nunca dejó —ni ha dejado— de ser jugador de fútbol. Por eso le dolió tanto cuando mataron a uno de los hermanos años después. Seguramente recordó esa tarde en el Campín y pensó en nosotros, motivado por esa costumbre paternal de conmoverse al imaginar el dolor indescriptible de un papá al tener que enterrar a su hijo. Yo ya había crecido un poco y apenas empezaba a entender la condena de la violencia que describe y somete a nuestro país desde hace tanto. A pesar de que han pasado más de treinta años, me parece incomprensible e inaceptable la muerte de Andrés Escobar, así se haya repetido tantas veces y de tantas formas después.
Desde luego, este no fue un fin de semana cualquiera para nadie en Colombia. En mi caso, viajé en el tiempo como una pelota de caucho que rebota sin parar contra paredes llenas de humedad. El estadio, la selección, la violencia, el atentado contra la vida de un padre tan solo unos años menor que yo, se quedarán conmigo de forma irrevocable. No imaginé que las circunstancias destrozarían mi plan inicial de un momento dichoso con mi esposa y mis amigos. Pasadas las horas, la terrible noticia me puso a pensar sobre aquel lamento que leí en las redes: volvimos atrás. ¿Y qué querían decir todos con eso? ¿Quizás que se lleva un buen tiempo caminando de espaldas y que, por cuestiones obvias, regresamos a ese lugar siniestro que creímos haber superado? ¿O que tal vez el pasado, como una astuta maldición, se hizo pasar por presente, pero jamás nos perdió el rastro o el acecho implacable? ¿Acaso todo fue un espejismo o una alucinación frágil que no tardó en desaparecer? Aún no lo tengo del todo claro, pero me temo que todas las respuestas a estas cuestiones pueden ser tan contundentes como afirmativas. Solo basta revisar las reacciones de miles de personas, justificando el atentado, burlándose de él o sacando provecho político de un padre joven baleado en una manifestación política para comprobarlo. Miserables sintiéndose suspicaces, ocurrentes o falsamente compasivos.
El pasado de Colombia es un veneno que muchos aún consideran —a pesar de todo el sufrimiento— un remedio. Por eso, a todos nos corresponde, sin excepción, desterrar esa idea de la violencia como alternativa, como excusa o como solución. Esa arenga tan deleitable para aquellos a quienes les es útil que el país siga sumido en un ayer inexorable y circular que termina la vida de futbolistas, políticos y jóvenes sicarios. Aquel apetito que lleva devorando la memoria y los cuerpos de nuestros hijos por generaciones. Esas aguas que creímos mansas, pero que ayer demostraron su fiereza de nuevo, ante los gritos de estupefacción de personas que confiaban en que esos tiempos habían llegado a su fin.
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