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La revancha del ángel

A Ángel le gusta llorar. Sabe llorar. Con seguridad se lo aprendió a su padre que también parece un experto. Basta que el viejo, un tipo de mirada dulce y endurecida, recuerde aquella lesión que lo sacó para siempre del fútbol profesional para que rompa en un llanto masculino. Aprieta la boca; arruga los ojos; se opone a las lágrimas. Como lloran todos los hombres de su generación. Igual le pasó a su padre —el abuelo de Ángel— al que un tren le cortó una pierna interrumpiendo su carrera a destiempo: era el mejor de los tres, dicen. La estrella de las tres generaciones. No debió ser fácil para ninguno. Quedarse con una vida anhelada que solo vive y atormenta en la imaginación. La existencia reducida a un recorte de periódico amarillento que mancha cada vez que se toca. Cuando llegó su turno, el padre de Ángel abandonó —a la fuerza— el sueño de toda la infancia para terminar moviendo carbón en una camioneta por todo Rosario. Un negocio que agradece porque le sirvió para alimentar a su familia en medio de una pobreza difícil pero digna. Un trabajo duro de arrugas gruesas de hollín y manos percudidas. Como tantos oficios que ejercen a diario —apenas despunta la luz del día—  cientos de miles de latinoamericanos empecinados en tener una vida mejor. Aquella gesta de las gentes simples que se rompen la espalda por tener un techo propio, comprar una libra de carne o pagar una matrícula universitaria. Los Di Maria lo apostaron todo a su hijo mayor, quien a pesar de ser flaco y enclenque, exudaba talento y terquedad: la clave maestra de todo jugador de fútbol. Los mismos atributos que marcaron —como una cicatriz feliz— a su padre y a su abuelo. Era el momento de oponerse al oráculo y cambiar el destino de la familia. Todos trabajaron en función de Ángel. Así ello significara el sacrificio de muchos deseos, incluyendo los de sus dos hermanas. No los defraudó. No podía hacerlo. Por eso cuando le llegó el turno de sus lesiones —en mundiales y finales de futbol en las que tanto se le criticó— se volvió a poner de pie y siguió adelante. No era solo su historia la que cargaba a cuestas, era el destino de su familia paterna que parecía querer repetirse, cínico y burlón. Esta vez sería diferente aunque tardara en llegar. Como en una buena historia de suspenso, solo hasta el final pudo Ángel demostrarle al mundo —que tanto lo lapidó y tanto lo hizo llorar— que todo ese sacrificio de su familia tenía sentido y significado. Cuando levantó la Copa América para su país, luego de una sequía y una hambruna de títulos de más de veintiocho años, sentado mirando al celular y hablando con sus padres entre lágrimas, anunció que la revancha de tantos años, la de un abuelo, un padre y un hijo, había llegado: la pared se había roto. Pero quizás lo más deslumbrante de la historia del grandioso Angel Di Maria —retratada en un nuevo  documental de Netflix— sea la constancia de su gratitud. De cómo recuerda su vida a partir de todo lo que los demás —dio con una esposa maravillosa y valiente— hicieron por él. No fue poco. Él lo sabe y lo celebra. La gratitud es el pronunciamiento más rotundo de la bondad del alma. A lo mejor llora para demostrar —con ese auxilio físico tan venido a menos que son las lágrimas— que no tiene cómo pagar lo que han hecho por él. Se sabe un deudor de por vida: de todo ese afecto y ese empecinamiento. De eso se trata la historia del futbolista —él lo ha decidido así—, un hombre joven tratando de devolver —de alguna manera— lo que tanto hicieron por él. La gratitud es un negocio extraño que nunca se paga por completo ni se paga con la misma moneda. Más bien parece un laurel o un galardón: algo ínfimo y simbólico, pero honesto. Un acto de constricción en el que se reconoce que sin los otros nada hubiese sucedido. La interrupción magnífica del egoísmo. A mí también me pasó. Aún me pasa.


Llora de gratitud el Ángel.

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