Las ideologías son la cárcel del ser humano libre. Esa es su naturaleza y su vocación: cerrar las persianas del pensamiento. Hace poco vi la película Canino, del ahora muy célebre director Yorgos Lanthimos (La langosta y Poor things); la historia cruda y escandalosa relata la cotidianidad de una familia gobernada por un padre cruel y una madre cómplice que tratan a sus hijos adultos como si fueran niños pequeños —una posible metáfora de cómo se ejercen ciertas paternidades y maternidades—. Dentro del esquema muy bien diseñado de abuso de los padres está no permitirles salir al mundo exterior; del cual han inventado peligros inexistentes para amedrentar a los jovenes; quienes de a poco se han convertido en psicópatas agresivos y víctimas y victimarios de incestos aberrantes. La ficción supone, entre otras, una descripción crítica de la realidad y Canino no es ni quiere ser la excepción. Un mundo específico y controlado que concibe al afuera como una amenaza es una sutil y exquisita analogía de las consecuencias de las ideologías que hoy cabalgan desbocadas por doquier. La degeneración de las ideas, tan propensas a la libertad, se consuma cuando —como en una especie de allanamiento policial— se les confina y aísla con cintas imaginarias que impiden el acceso de otras formas de pensamientos y de otras concepciones. Las ideas, al igual que el agua, necesitan de movimiento, de obstáculos y corrientes para no estancarse y perecer. Bastaría ver el producto plástico de la ideología para comprobar su nocividad: el fanático. Ese ciego que golpea con su bastón a todo aquel que ose acercarse. Ese sordo a voluntad que, como en la película de Lanthimos, asume que las voces exteriores son un riesgo trepidante que debe ser evitado a toda costa y precio. En esencia, el fanático —víctima sostenida de las ideologías anquilosadas— pierde su capacidad de decidir y sobre todo de contradecirse: esa bendición y ese bálsamo tan suficiente y tan imperativo para construir un pensamiento libre. No es capaz de deliberar, solo sabe responder. Como cualquier rodilla en la que opera un reflejo cuando es golpeada con un pequeño martillo brillante y se contrae, el fanático reacciona al estímulo: pierde su capacidad de procesar la información, de compararla y sopesarla; de escoger y descartar. Está sumido en un cuarto oscuro en el que nadie más está invitado. El fanático es un solitario así muchos otros piensen como él. Padece la soledad del rebaño. El truco consiste en no permitir un acercamiento excesivo: no vaya a ser que por culpa de los demás se le empiecen a ver las grietas y las costuras mal hechas al dogma (como sucede en Canino). El fanatismo es tanto una carencia del pensamiento como lo es de la acción. El repertorio de respuestas que son permitidas son limitadas y específicas (el síndrome de la rodilla). Por eso es que el fanatismo impone una suerte de ineptitud anticipada. Al tratarse de la privación del pensamiento autónomo, la mente ideologizada solo es capaz de operar unas serie finita de comandos: como los primeros computadores con los que tuve contacto siendo un niño: máquinas aparatosas, que cumplían funciones básica luego de breves y enredadas programaciones que nunca pude aprender de memoria. La mente humana, tan prolija y peligrosa, termina por ser una pantalla cuadrada, opaca y oscura sometida al designio caprichoso de un tercero que le impone un quehacer y un proceder limitado y primitivo. Reducir al ser al algoritmo. Suena familiar y peligroso.
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