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La terapia de Transmilenio

Foto del escritor: Camilo Fidel López Camilo Fidel López
Los buses de Transmilenio son el recinto espiritual predilecto de Bogotá. Los templos rojos sobre ruedas transportan a diario millones de inquietudes, anhelos y certezas mientras se atraviesa a toda marcha a una ciudad detenida. Entre empujones y estrechez, multitudes se encuentran en una competencia salvaje de afanes y prioridades; nunca hay tiempo suficiente cuando se tiene que llegar temprano o llegar primero. Almas perdidas se disponen a alcanzar destinos fijos, con la promesa de salvación de tener un trabajo o un estudio. El paraíso es un lugar estricto en los tiempos de la productividad. Cada viaje es un purgatorio en el que se ve la vida a través de la ventana o en el espejo de una nuca arrugada y escocida. Estación tras estación, el silencio fingido propone momentos de introspección, creatividad y desahogo, que se diluyen cuando los coros de los cantantes ambulantes anuncian la llegada del momento triunfal -o el fracaso- de la limosna. El chofer es un sacerdote que controla la vida y la muerte mientras le da la espalda, sordo y concentrado, a sus feligreses. Los dioses son motores sin causa que se mueven con combustible diesel.


Es un error pensar que Transmilenio es tan solo un sistema de transporte. Al igual que cualquier otro medio público de movilidad es un espacio de concurrencia emocional que obliga a estar cerca -muy cerca- de los otros. En eso consiste lo significativo de la experiencia: en la simpatía y el desagrado que provoca en ocasiones. Montar en bus es someterse a los demás, a sus cuerpos y humores: a esa imagen tan molesta para muchos en la que todos, por un momento, parecemos los mismos. Los verbos hechos carnes que evitan mirarse a los ojos y abrazan sus maletas y carteras para impedir que el apetito de los demás los despoje de sus armaduras confundidas por pertenencias.

Me gusta mirar. He presenciado en un solo viaje besos incómodos y prolongados, cansancios que se desploman sobre sí mismos y tristezas contenidas en silencios sentados. Transmilenio es un museo vivo de dimensiones humanas que invita a ver nuestra condición finita y efímera. Por eso, supongo, se nos llama pasajeros: los que van y vienen, los que se bajan y se suben. El día que faltemos, por pereza o fatalidad, el bus continuará su rumbo; sin reemplazarnos pero sin extrañarnos. Nadie hace falta -pero tampoco sobra- en el curso de un universo sin semáforos.

Una metáfora imperfecta de la imperfecta vida que además posee poderes terapéuticos. Hace años les proponía a mis estudiantes que en sus días tristes se subieran a un Transmilenio repleto en una hora pico y confrontarán su tristeza con la de los demás. Les apostaba, y nunca perdí, que jamás encarnarían a la persona más triste del bus: siempre habría, sin excepción, alguien más afligido o apesadumbrado que ellos. Una terapia infalible que por menos de tres mil pesos nos enfrenta a la incómoda certeza de saber que no somos tan únicos ni tan importantes, sobre todo cuando nos permitimos observarnos mientras imaginamos la vida de los otros. La vida no tiene preferidos ni elegidos, solo pasajeros.

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