Los buses de Transmilenio son el recinto espiritual predilecto de Bogotá. Los templos rojos sobre ruedas transportan a diario millones de inquietudes, anhelos y certezas mientras se atraviesa a toda marcha a una ciudad detenida. Entre empujones y estrechez, multitudes se encuentran en una competencia salvaje de afanes y prioridades; nunca hay tiempo suficiente cuando se tiene que llegar temprano o llegar primero. Almas perdidas se disponen a alcanzar destinos fijos, con la promesa de salvación de tener un trabajo o un estudio. El paraíso es un lugar estricto en los tiempos de la productividad. Cada viaje es un purgatorio en el que se ve la vida a través de la ventana o en el espejo de una nuca arrugada y escocida. Estación tras estación, el silencio fingido propone momentos de introspección, creatividad y desahogo, que se diluyen cuando los coros de los cantantes ambulantes anuncian la llegada del momento triunfal -o el fracaso- de la limosna. El chofer es un sacerdote que controla la vida y la muerte mientras le da la espalda, sordo y concentrado, a sus feligreses. Los dioses son motores sin causa que se mueven con combustible diesel.

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