Encontrarse viejos amigos es el azar más dichoso. Pero no debería serlo. Si se deja todo el trabajo sucio a la casualidad lo más probable es que la vida de los otros se nos pase por enfrente. Desde la distancia, los amigos de la niñez se empiezan a convertir en extraños que solo vemos a través de ese espejo abominable del teléfono celular que no tarda en conjurar una idea nefasta: que sabemos de ellos y que -de alguna manera- los tenemos cerca. Nada más falso. Lo comprobé hace poco cuando me encontré con un gran amigo del colegio a quien recuerdo por su mayor capital: era amigo de todos. O bueno, de casi todos; de muchos. Sin embargo, no quiero confundir, el Gordo (como lo llamamos más que todo por sus mejillas tensas y redondas que siempre han sido las mismas) no se trata de esas personas melosas o zalameras que fuerzan el cariño o la nostalgia. No, al Gordo la amistad se le da silvestre. Su carácter está lleno de solidaridades, escuchas y afectos que han sabido labrar amistades como un hecho natural y espontáneo. Un ladrón de amigos, lo llama Hernán, cuando cuenta cómo el Gordo se convirtió en la compañía entrañable de Julián, otro amigo suyo de la universidad.
Luego de las primeras cervezas, a las afueras de un restaurante que me recordó a La Habana, le dije al Gordo que él era la bisagra de nuestra promoción de bachilleres. Una pista de aterrizaje para una mayoría de gentes que ahora eran muy distintas y que por desinterés o descuido habían dejado de aparecer o estar. (Entre ellos me cuento). Él sonreía y me respondía, mientras compartimos un cigarrillo, que nunca fue intencional y que le gusta estar con las personas; tan solo eso. El Gordo es uno de los pocos migrantes que conozco (se fue para Estados Unidos hace más de veinte años más por fuerza que por convicción) que permanece atento, pendiente y dispuesto al mundo que abandonó. También me dijo que todos esos amigos hicieron presencia en la prueba más fuerte que ha tenido hasta ahora: superar una enfermedad compleja que por ahora no fue. Era lo mínimo, respondí. A veces la gratitud se cuela entre las rendijas de las ocupaciones y los afanes diarios. Merecía saber que haber sido un gran amigo no había sido en vano.
Hernán y el Gordo, hace unos años
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