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Las cosas más pequeñitas

  • Foto del escritor: Camilo Fidel López
    Camilo Fidel López
  • hace 3 minutos
  • 3 Min. de lectura
Recostó los brazos sobre el timón del bus y luego recostó su cabeza sobre ellos. Ante él apareció un atardecer bogotano carmesí y vibrante de pocas nubes grises. Lo observó hasta que el semáforo cambió a verde. Continuó su camino por la avenida Caracas como todos los días de sus últimos años. En ese momento lo perdí de vista. Hace unos días hablaba con una amiga sobre la avalancha de personalidades y de gentes anónimas con cuentas en redes sociales que aprovechan su audiencia para lanzar consejos de cómo vivir. Reflexiones de avatar. En las librerías proliferan títulos llamativos que enlistan hábitos y rutinas para ser feliz: ese manido espejismo que como cualquier otro suele hacer confundir la arena con el agua fresca. Todo muy a pesar de que desde hace tanto ya conocemos una alternativa próxima y disponible para lidiar con franqueza en esa reptil obligación de vivir: las cosas más pequeñitas. Como aquella canción del autor español Nolasco —me gusta más la versión de la joven Marta Santos— que celebra lo simple, pero rotundo, lo obvio, pero diminuto. Ya lo habían hecho también Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat. En principio las simples cosas, son muy fáciles de identificar —como hizo el conductor de la tarde—, pero su hechizo por sutil, la mayoría de veces pasa desapercibido. Tan frecuente ese descuido que termina por hacerse olvido. Esas mismas cosas que, una sobre otra, terminan por explicar muchos de los asuntos graves e importantes de la vida. Asimismo constituyen una suerte de estructura ósea, menos resoluta, pero igual de robusta que nuestros huesos. Esa armazón que nos permite caminar erguidos y echar a andar. Quizás es su delicadeza de rocío la que tantas veces las hace imperceptibles. Preocupados por ideas tan jugosas y artificiales como el éxito y la abundancia, es fácil omitir lo que se siente caminar descalzo sobre el pasto o la respiración tranquila de una abuela cuando duerme. De esa forma navegamos entre olas de enredos innecesarios apuntado hacia un mar oscuro, mientras nos decimos cada mañana que necesitamos un puerto en donde atracar. Un buen puerto. Otros dirán que aquel gesto de atención es solo la expresión de un privilegio. Ese argumento cansino y manipulador que tantas conversaciones valiosas está echando a perder. Pero se equivocan. Muchas veces, esos privilegiados nos preguntamos, cómo hacen las personas que atraviesas circunstancias insoportables para seguir adelante. Vidas que se creen disminuidas por su falta de recursos o ausencia de heroísmos. Me atrevo a pensar que todo radica que incluso a pesar de cualquier situación, sea la que sea, las cosas más pequeñitas permanecen allí o allá, listas para ser atendidas. Años atrás —en tiempos de insomnio e inquietud, mucho antes de los consejos plásticos de las redes— leí que una forma sencilla de conciliar el sueño era hacer un listado de maravillas diarias. Contar, como quien enumera ovejas que saltan sobre una cerca, todas aquellas cosas maravillosas que nos pasaron. La llamada inesperada del amigo que sí contestamos, el olor del mango que detona las memorias de la infancia o la inmensa fortuna de tener dónde guarecerse bajo la lluvia indecisa de Bogotá. En su momento me sirvió. Pero como casi todos, por desatento, dejé de hacerlo y por ese error es que escribo esto. No como un consejo cualquiera, más bien como un recordatorio a mí mismo.


Les dejo el video de mi versión favorita



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