La vida —al final— termina conformándose por un puñado de imágenes pequeñas. Nada más y nada nuevo. Lo decía Serrat en su canción; esa que parece una canción distinta cuando la interpreta Ketama. Imágenes reducidas que se van acumulando con el tiempo y terminan quedándose de pie, como un grupo de niños formados en fila india a la espera de una inyección. En silencio. Quizás por su tamaño. Quizás por su simpleza. Permanecen. Hace poco leí que es mejor tener un buen epitafio que un montón de páginas en la hoja de vida. Lo imperceptible que siempre es capaz de enfrentar a lo rotundo. Lo memorable, lo anecdótico y lo duradero siguen siendo la materia prima de cualquier añoranza: esa partida que casi siempre perdemos contra el pasado. Es probable que me equivoque con algunos, pero escribo para quienes me importan. El resto puede soñar con un mausoleo como el grandioso general de mil victorias, como el criminal que teme al olvido. Los míos cuidan lo simple y lo importante —aunque no pareciera a veces—. Si prestamos suficiente atención, aquellos pequeños momentos son sencillos de capturar. De asir. La memoria se moldea con emboscadas que hacen ruido al llegar. Cada quien sabe. Cuando en un día cualquiera a una hora cualquiera ocurre algo que nos hace detenernos y que de inmediato nos convierte en espectadores de nuestras propias vidas. Instantes que se quedan quietos y mudos. El coliseo que tantas veces se dibujó, el juego de tres niñas en una arenera, la mañana en que el pecho ardía de miedo. Y aunque tengan fama de esquivos, los recuerdos también se dejan cultivar. Al ser imaginados, una y otra vez, llegan a brotar de la tierra húmeda. Como una flor, como un tubérculo, como un magnolio. Hace no mucho me pasó. Anhelé un encuentro de mis sobrinas que viven tan lejos con mi hija que vive tan cerca. Casi dos años después volvió de nuevo. Estuve atento para recoger esa imagen pequeña. Arrancarla y preservarla. Imaginé que —ya siendo adolescentes y para lidiar con su indiferencia— les diría que eso que recuerdo como si fuera ayer es, nada más y nada menos, que un hoy embalsamado en el ámbar de un todo lo que quise y que sí sucedió. Ahora juegan sin saber que quienes las observan aguzan la mirada y frotan los dedos para que ese tiempo, ese ahora, se quede para siempre. Un día de aquellos que se forjará como un monumento entre nosotros. He tenido unos días muy improductivos por estar con ellas. No he hecho mucho. Salvo agacharme un par de veces y poner la oreja contra el piso. Oír un latido que empieza a nacer. De una pequeña imagen que crecerá hasta hacerse mi único testamento. Un ruido sutil que aturde.
La memoria de lejos
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