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Robots de película

Foto del escritor: Camilo Fidel López Camilo Fidel López
Lo que realmente angustia no es lo que gana el ser humano, es lo que pierde. Anoche el tipo triste que es Elon Musk anunció su más reciente producto: robots blancos y estilizados que —entre otras cosas— ayudarán a las personas en sus labores diarias y domésticas. La realidad que supo anticipar la ciencia ficción ha llegado. Asearán, cocinarán, manejarán, servirán tragos. Una nueva clase proletaria hecha de tubos y circuitos, sin —por ahora— voluntad de levantarse contra sus amos (como dictan las películas). La eterna relación sirviente-servido encuentra en la tecnología una nueva oportunidad de perpetuarse. Sería de miopes oponerse de tajo a estas nuevas invenciones que, tan precarias como son, liberan al ser humano de cuestiones que a pesar de su dignidad —implícita y explícita— cierran un capitulo de oficios caducos; que además permitirán a cientos de miles de hombres y mujeres —así sea a la fuerza y quizás con una crisis del empleo considerable— ocuparse de otros asuntos que quizás correspondan mejor al espíritu humano. Ese supuesto acicate del universo. El ego invencible y extraterrestre. Toda tecnología que triunfa, triunfa porque desplaza algo o a alguien. En este caso habremos de aceptar que ciertas labores ejercidas por humanos ahora serán obligación-programación de una máquina y de poco servirá oponerse. Serán más baratos y eficientes.  Pero regresemos a lo otro que se pierde: la inmensa ausencia que se propicia. La pérdida del contacto entre humanos. A la ya precaria comunicación de la especie se suma ahora un intermediario prefabricado. Dejaremos de hablar entre nosotros, de conocernos, de acercarnos. Y aunque sea preferible —como dicta la vanidad— que nadie se interponga a nuestros deseos u opiniones —el subordinado ideal—, en dicho roce y tensión es que se construye gran parte del andamiaje emocional de una sociedad. Sin querer llamar catástrofes —que tanto abundan en anuncios—, es probable que la llegada de los robots termine por erigir una nueva frontera entre la humanidad; miles de barreras plásticas y de voz automatizada que anularán de suyo la necesidad del otro y de su contacto. En un futuro tan cercano como la próxima ducha larga, ya no habrá conversaciones con el taxista que nos impide dormitar hasta el trabajo. O confesiones al barman que sabe que su jornada incluye los problemas de los demás. O compañeras silenciosos en comedores de casa donde ya nadie se habla. Un precio alto justificado por la comodidad —esa palabra tan engañosa—. Muchos dicen que esos tiempos de máquinas controlándolo todo ya llegaron hace rato, pero que no se trata de humanoides impecables sino de pantallas de bolsillo que impiden el contacto humano con todo lo que lo rodea. El fin del afuera que dicta el egoísmo. Es probable que no se equivoquen y los robots de Musk solo sean la continuación artificial de una pérdida pretérita. Sin embargo lo que no termina de encajar con los robots es su papel de impostores. Su falsa humanidad formal, su diseño inspirado en nuestra anatomía. El robot busca confundirse con el humano y por efecto confundir lo humano. Mi vaticinio es que con el tiempo no sabremos ni quiénes somos en realidad. Por fortuna habrá un robot casero que sepa —a su conveniencia— recordárnoslo. Y así terminará la película. 




     
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