Nos reunieron a todos en el teatro del colegio. La breve dicha de perder algunas clases hizo que los asientos se ocuparan rápidamente y se llenaran de murmullos y especulaciones. No sabíamos qué o quién nos congregaba en aquel recinto secular, emocionante y esporádico. Casi todo lo ritual sucedía en la altísima capilla de la virgen y el teatro se reservaba para premiaciones, conciertos y charlas aleccionadoras; como aquel día en que un enderezado personaje, que fuera consumidor, nos alertaba sobre los peligros de las drogas. Minutos más tarde nos enteramos de que esta ocasión era otra de de esas charlas, pero que el asunto a tratar era mucho menos elocuente y certero que el del abismo de la drogadicción: ese día nos hablarían de satanismo. O mejor, de algunos rastros inminentes del mismo en las nuevas culturas jóvenes que se avecinaban, como en la música rock (ahí también fue la primera vez que supe de mensajes subliminales y del uso como adjetivo del sustantivo Metallica) y en el deporte: nos mostraron al monje y su biblia negra que aparecían cuando se giraba el logotipo del toro del equipo de baloncesto de Chicago. Recuerdo que desde ese momento, ese animal cualquiera que es el carnero lo acepté —sin oponerme— como el vehículo favorito del diablo. Debo decir que la sesión me cautivó tanto como me atemorizó. Más aún cuando unos de mis mejores amigos era experto en historias de entierros, monjas espectrales y peregrinos fantasmas que piden ayuda en las bermas de las carreteras. Nunca me ha parecido un asunto para andar jugando o burlándose. Ni siquiera ahora que sé de lo infundado y manipulador de ese miedo risible a las fuerzas pintorescas del mal.
Una posible explicación de ese temor podría ser el hecho de que todos esos relatos y conjeturas apelaban —como contradictores y antagonistas— a mi idea propia de lo sagrado; que para esa época se refiera de forma literal a los personajes, historias e imágenes del catolicismo: los ángeles, los santos, las virgenes y el Jesús crucificado. De alguna manera, esa idea del demonio y sus secuaces no era más que una competencia —muy desigual debe decirse— entre la salvación y la condena a los infiernos, en jovenes conciencias acostumbradas y ocupadas en ver pecados en todo lo humano. Lo sagrado era entonces una forma de comprensión del mundo y, por encima de todo, un repertorio de reglas de comportamiento que venían en forma de figura yeso con mirada de sufrimiento. Vigías estrictos e insomnes que auscultaban cada detalle y cada borona de inmoralidad. Sin embargo, esa comprensión de lo sagrado también implicaba un deber —más o menos sutil— de defenderlo como fuera, una especie de causa bélica; supongo que ese era el propósito de la charla en el teatro. Pensándolo bien, lo que buscaba aquel presentador era crear en nosotros un miedo lo suficientemente fuerte como para que pudiéramos rechazar y combatir la presencia de Satán —ahora mismo dudé si escribirlo en mayúscula o no— en los mensajes que venían en la música, el deporte o la simple fauna de una granja. Lo sagrado, podría decirse, es lo que se debe, sin reparos, defender.
La semana pasada supe de la noticia de una periodista que había sido amenazada de muerte por atreverse a enfrentar a un influenciador por alguno de sus comentarios sexistas y violentos. Cumplir su deber profesional bastó para que una legión de seguidores la hostigaran y persiguieran en las redes sociales: como si se tratara de una afrenta irrevocable ante un líder intocable e infalible que, según sus convicciones, no podía ser de ninguna forma confrontado. De inmediato pensé en cómo hoy en día las juventudes son aficionadas a darse cada uno lo sagrado y, por efecto, erigir personajes frívolos y cuestionables en objetos de protección y alabanza. Y aunque no caeré en la trampa de decir que todo tiempo pasado fue mejor, me llama la atención que el poder desbordado de las redes sociales llegue incluso a impactar y definir conceptos tan relevantes para la humanidad como lo sagrado. Hace poco leía en uno de los libros del filósofo Byung-Chul Han que la pérdida de valor en lo que podría llamarse relatos abiertos, como la biblia u otros texto semejantes, ha hecho que las personas busquen ese tipo de orientación individual —casi espiritual— en cuentos e historias mucho menos transcendentales, pero, eso sí, emocionantes y llenos de morbo e inexactitudes, como son las teorías de conspiración. Me imagino que esto también sucede en la selección de los íconos de eso sagrado que antes eran estatuas de iglesia y ahora son personajes inescrupulosos que vociferan disparates con un convencimiento sorprendente, amparados en likes y comments . Lo problemático es que, así como antes, lo sagrado también define comportamientos y atributos.
En cualquier caso, lo sagrado y su defensa con el tiempo tiende a desaparecer o a cambiar, y bastará dejar que el tiempo se encargue de ir madurando y limando ese concepto en cada persona. Mientras tanto —y lamentablemente— todos debemos cuidarnos de no pisar el césped de los nuevos ídolos y sus ideas —sean cuales sean— no vaya a ser que como parte de su naturaleza, algún fanático termine por amenazarnos de muerte. Porque, como antes y como ahora, lo sagrado no tiene nada de inofensivo.
Fotografía portal Excelsior
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