Hace casi tres décadas —en este mismo recinto, en esta misma iglesia— nos reunimos para despedir al abuelo Pedro. De esa tarde recuerdo una frase del sacerdote que me tomó un tiempo comprender. Dijo, refiriéndose a la férrea, adusta y orgullosa personalidad de don Pedro Enrique López, que “incluso los robles caen”. Con esas palabras el sacerdote trataba de explicar los límites de la voluntad de los seres humanos ante el más irrevocable de los sucesos: la muerte. Y así, por más que se desee su aplazamiento o se trate de impedir su llegada, la vida —esta vida— se agota y se desvanece cuando Dios lo cree conveniente, oportuno y apropiado. Como hace 50 años, como hace 30 años, como hace ocho meses y como hace dos días.
Pero allá donde la voluntad del ser humano resiste y despunta es en la forma en como se puede vivir. Esa es la gran licencia divina. Basta haber vivido lo suficiente para saber que la vida es una lucha y que una de las formas de enfrentarla es la autenticidad. Esa fue la estrategia constante e innegociable de mi tío Humberto. Aunque muchos de sus amigos por mucho tiempo lo llamaron loco, siento yo que más que eso mi tío fue un hombre auténtico. Y como en toda apuesta, dicha decisión cobró un precio que se vio reflejado en devaneos, errores e intermitencias que a veces parecían inexplicables, pero que reflejaban su compleja y profunda humanidad. Desde luego, esa autenticidad también supuso recompensas: mi tío siempre fue una gran compañía para su familia y amigos, al encargarse de esa labor encomiable y difícil que es hacer reír a los demás. Su forma de recordar, única e inteligente hizo de él el centro y el orientador de las reuniones. Muchas veces la fiesta era mi tío al ser la mejor recordador de la familia.
Cuando mi prima Sandra le dijo a mi papá que mi tío había muerto, mi padre dijo algo cierto y rotundo. Quizás por miedo, quizás por tristeza, mi padre anunció que se había quedado solo. Y en parte tiene razón. Porque la pérdida del cuerpo es la pérdida de aquel que recuerda. Y cuando se despide a un ser querido se despide no solo un repertorio de recuerdos sino también una forma de recordar y un tiempo que ya pasó. Y en eso, creo, consistía esa sensación de soledad de mi papá. No obstante y por fortuna, cuando despedimos a un ser querido, esa memoria que se pierde es reemplazada por el legado que queda. Que en el caso de mi tío —como bien se lo supo hacer saber al mundo— incluye una transformación cultural y deportiva de Bogotá, el proyecto de su vida que emprendió de la mano de su mejor aliado, mi tío Manuel. Por lo pronto, ese legado incluye la imposición de un deber para todos los que se quedan, que como dijo el poeta portugués Fernando Pessoa, siempre es seguir. Siempre es seguir. Tal y como lo están haciendo mis primos con esa joya y ese orgullo familiar que es el octagonal del Tabora. Los hermanos López, siguen. Siempre siguen. Gracias a ellos.
Anoche en la funeraria me mostraron una foto muy especial. En ella se retrató a mi tío Humberto y mi tío Manuel el día de su primera comunión. Humberto, desde esa edad ya tenia la mirada adelante y sagaz y Manuel ya dejaba ver la dulzura y firmeza del que sería su gran atributo, su generosidad. Desde luego, este no es el momento de encontrar consuelo alguno —ya llegará el tiempo de encontrarlo—, pero es innegable que la cercanía de ambas muertes revela lo inquebrantable de esa alianza y de esa amistad convencida entre ambos. Quizás la ausencia irreparable de uno desembocó en el partir del otro. Porque eso es lo que queda en estos momentos, el desafío que afrontarán Gela, Judith, Luis y Linda, sus hijos y el resto de familiares en los próximos meses, lidiar con el peso de la ausencia de mi tío. No me cabe duda que será un proceso muy difícil, con avances y retrocesos, llanuras y relieves, pero confió que de la mano de dios todo se haga más llevadero. Más aún con una familia que así como vive con intensidad el dolor se sabe recomponer con la formula específica que dejó para siempre mi tío: reírse y hacer reír.
En esta última conversación con el cuerpo de mi tío, es mejor terminar con una anécdota de fútbol, su gran pasión que supo convertir en profesión. Esta vez de otro incomprendido, de otro auténtico, que también se fue hace unos años luego de alcanzar todas las glorias posibles. En una entrevista que le hicieron a Maradona, le preguntaron quién era Dios, y él un poco lleno de rabia, un poco lleno de dolor, dijo, con la contundencia que sabía hacerlo, que Dios era quien se había llevado a su vieja. Pues ahora, en esta última despedida, podemos tomar las palabras del ídolo, y decir que Dios fue quien también se llevó a mi tío Humberto, antier, a mi tío pote hace ocho meses, a mi abuelo Pedro hace 30 años y la abuela Judith, de quien solo conozco su memoria, hace ya cincuenta. Ahora todo están juntos.
Adiós tío. Gracias por enseñarnos el valor y el precio de ser irremediablemente auténtico.
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