Las redes sociales son —en esencia—- instancias de deformación de la realidad. Ni siquiera los asuntos y oficios que antes se creían solemnes y relevantes han escapado de estos perversos caleidoscopios. Todo ha sufrido. Incluso ese acuerdo mínimo que es la democracia ha incubado en su propio vientre lo que para muchos es una enfermedad mortal (¿virtual?): la pérdida de la capacidad colectiva de apreciar con precisión y sentido lo que sucede. Una suerte de grave astigmatismo social que logra confundir las cosas con su halo espeso de luz: un engaño místico barato. Prueba de esto son las docenas de personalidades alrededor del mundo asumiendo los cargos más importantes en sus países; sin ideas políticas claras triunfan, muy a pesar de su flagrante ineptitud. A todos ellos los une su capacidad de crear audiencias a su alrededor: celebridades que a diario alimentan a un público —cansado y hastiado de una clase dirigente fallida— con disparates, conspiraciones y arengas (que no se pueden confundir con un verdadero discurso). Las democracias espectáculo son solo una esquina de las sociedades contemporáneas que permanecen inmersas en un perpetuo reality show. Curioso que se les llame reality cuando su naturaleza es la interrupción cruda de la realidad.
Para algunos todo se trata de la astucia que tienen estos charlatanes para vender el miedo y lucrarse de él a costa de economías, relaciones internacionales e incluso de la misma democracia. Así como en el fabuloso cuento de Herman Melville en el que un astuto comerciante llega a una casa en la mitad de una noche de una tormenta aterradora, todo empapado, a venderle a un hombre solitario, como fuera, un pararrayos que según él le salvaría la vida; ya que según sus artimañas y enredos —maquillados de experiencia—se podía anticipar que toda su casa era un riesgo de muerte, estos personajes, que ahora abundan en todo el planeta, enardecen la amígdala —la fábrica biológica del miedo— con consignas vacías, conspiraciones apocalípticas y una efectiva manipulación de los hechos. Sin embargo, achacarle al miedo y su explotación a todo lo que esta sucediendo sería como achacarle al estornudo la razón de la gripa. Confundir al payaso con el chiste triste.
Para Freud existían dos antagonistas mentales que permanecen en constante tensión en todas nuestras decisiones: el principio del placer y el principio de realidad. El primero constituye un instinto por perseguir sin miramientos nuestros deseos, mientras que el segundo, el aguafiestas, decide o descarta de acuerdo a una premonición de las consecuencias de los actos. Por eso se ofrecen a diario tantas vacaciones en oferta: para que el placer pueda vencer a la realidad al restarle argumentos: gangas sospechosas que parecería absurdo dejar pasar; un falso y supuesto error de la razón. Ahora bien, esta pugna constante deseo-razón se ve afectada a causa de la virtualidad —sobre todo en las redes sociales— al inocularle esteroides al deseo y empeñarse en la negación de la realidad. Las redes son una oda tecnológica al deseo narcisista que ahora pareciera la única razón de ser y existir de los humanos: complacerse para evitar el dolor omitiendo los hechos. El universo del yo que entierra para siempre la idea copernicana: ahora el cosmos gira en torno a cada quien; volvimos a ser el centro de la creación.
¿Pero que tiene que ver el deseo y la realidad con la crisis de la democracia?: Todo, o al menos gran parte. En política, el deseo más inmediato es que nuestras ideas triunfen sobre las demás. Antes, dicho deseo —como en la menta humana— era refrenado por la realidad: el vecino liberal, la cuñada anarquista, el sacerdote godo. Sabíamos de antemano que en realidad había mucha gente que pensaba distinto a nosotros y eso contenía —de alguna forma— las convicciones desproporcionadas de saberse único e irrepetible. De hecho, la violencia política es la versión más brutal de esta aceptación del existir ideológico del otro. No obstante ahora, gracias a los algoritmos de las redes sociales que apelan sin vergüenza a ese deseo humano, todos creen poseer el placer de la razón. La máquina se encarga de que solo tengamos accesos prioritarios a los que piensan como nosotros. Los otros, por arte de código, son un rumor que desaparece. Creemos ser mayoría y de ahí nace la inmediata satisfacción sobre nuestra opinión y de ahí sus pocas posibilidades de cambiar. Y queda la trampa servida: el pensamiento opuesto se desvanece cuando no levantemos la cara y permanecemos concentrados en la pantalla.
Basta imaginar un partido de futbol al que ningún espectador en el estadio le está prestando atención por estar viendo su teléfono. A cada minuto un comentador inescrupuloso —que jamás a pateado un balón— la emprende en redes sociales contra los jugadores, el técnico y la hinchada rival, profiriendo arengas y encendiendo el miedo mayor de su público: la derrota. En este partido el ganador no sería definido por los goles a favor o en contra —la realidad— sino por la votación de los asistentes que tomarían como argumento no lo que sucedió sino lo que vieron en sus pantallas para decidir, es decir lo que les dijo el comentarista. Por efecto, todo marcador podría ser discutido porque no se basaría en hechos sino en opiniones. Probablemente, los mejores equipos perderían y el único ganador seria el charlatán y salivoso comentarista. Quien ante una derrota no tardaría en enviar a la afición —ahora convertida en horda fanática— a invadir la cancha y, si fuera necesario, retener al árbitro.
Tal y como sucedió hace unos años en Washington, un hecho sin precedentes en los Estados Unidos. Ese país que ahora está dispuesto a volver a votar por el peor de los comentaristas recientes, quien terminó por adueñarse del juego al entender que la realidad, en estos días, es prescindible y objetable. Oscurecerá y veremos.
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