Su hijo nació con una hernia en el cerebro. Un defecto congénito que deformó gravemente su cabeza. A tal punto que el médico que lo trajo al mundo sintió vergüenza de solo sostenerlo entre sus manos. Un monstruo. Para muchos un caso perdido, pero para Kensaburo Ōe y su esposa (como cuenta Juan Forn en el relato El Jardín de los Oē ) habría sido imposible abandonarlo y dejarlo morir; como les sugirieron. Ambos papás siguieron adelante con las dificultades e incertidumbres de levantar a un hijo con una condición tan angustiante en una sociedad tan exigente como la japonesa. Ōe se ganó el premio Nobel en 1984 de literatura. Esta mañana se murió. Al instante, recordé la estupefacción e incomodidad que me causó su libro Un Asunto Personal, en donde ficciona (en parte) la desesperación más impresionante de su vida que lo llevo, entre otras cosas, a aprender a navegar la distancia que lo separaba de su primogénito. ¿No es acaso la enfermedad y la deformidad tan solo una manifestación de la distancia entre unos y otros?
Sin embargo, la historia de Hikari -como se llamaba el hijo del escritor- lejos estaba de acabarse. El niño fue creciendo entre su ensimismamiento y la ausencia hasta que se encontró con una circunstancia que cambiaría su vida y la de su familia para siempre. Su madre descubrió que su pequeño, casi ciego, epiléptico y autista, reaccionaba de forma inusual al canto de los pájaros. Lo observó por varias jornadas y cuando tuvo algo de certeza sobre su hallazgo, le contó a Kensaburo. Ambos tomaron la decisión de ir más allá: de traducir el borroso milagro y estimular la sensibilidad de su hijo de la mano de la excepcional profesora de música Kumigo Tamuro. Salvarlo y volverlo a salvar. Hikari, con el tiempo y el debido entrenamiento se convirtió en un célebre compositor de música clásica. Hoy, a sus 59 años, despide a su padre.
En varias ocasiones, y por cuestiones de trabajo, he confirmado que uno de los grandes padecimientos (y explicaciones) a la atrocidad y la inverosimilitud latinoamericanas es el abandono de cientos de miles de padres a sus hijos. Las cifras de este fenómeno son tan contundentes que ni siquiera es necesario traerlas a colación. El padre que se va; el padre que niega su condición; el padre que antepone su deseo a la vida de misma de su hijo, parecen conformar de forma sustancial parte de nuestra cultura. Apuesto a que todas las violencias históricas de este rincón del mundo o nacieron o se crisparon por un padre que no asumió con decoro y entereza la responsabilidad de traer una vida nueva.
La obra más aterradora del Museo del Prado en Madrid es “Saturno devorando a su hijo”, pintada por Francisco de Goya en uno de los episodios de mayor sombra en su vida. Goya plasmó el antiguo mito griego de Cronos (los romanos lo llamaron Saturno) en que el titán todopoderoso, hijo de la tierra y el cielo, invadido por los celos obsesivos hacia su mujer decidió devorar a todos y cada uno de sus hijos. Apenas nacían no tardaba en engullirlos. Su esposa y hermana, Rea, decidió entonces parar la masacre y darle de comer una piedra en vez del último de sus hijos. Nadie más ni nadie menos que Zeus.
Mucho se dice sobre la influencia de la cultura griega en la formación de occidente: de sus formas, sus destinos y sus mitos. Si se aceptara esta tesis también se debería aceptar que parte de nuestro origen -y ya no solo de Latinoamérica- surge de un padre que devoró a sus hijos. Nada que extrañar que con el tiempo, ese niño que salvó su madre y que crió la ninfa Adrastea, se convirtiera en un Dios afligido por su vanidad y ambición que para obtener lo que quería mataba, violaba y robaba. Los tres verbos rectores del mundo civilizado.
Tal vez no sea necesario que un padre encarne una figura gigantesca y sobrecogedora, sino que tan solo esté presente mientras su hijo descubre que el canto de los pájaros es una de las formas más cercanas y efectivas para salvarse la vida
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