Orgyen tiene doce años y adora al fútbol. En eso no hay nada extraño o peculiar. Lo curioso es que el niño es un aspirante a monje budista en una comunidad que se encuentra en las lejanas montañas del norte de la India; luego de ser expulsada por el gobierno chino del Tíbet. El pequeño de cabeza rapada, vestido de túnicas rojas y amarillas, se embarca en lo que sería su más urgente aventura y misión: convencer a sus maestros de poder ingresar un televisor a la comunidad para poder ver la final de fútbol del mundial de Francia. Esta es, a grandes rasgos, la historia de la película La Copa, dirigida por el lama tibetano Khyentse Norbu, estrenada en 1999 y actualmente disponible en la plataforma Mubi.
Por supuesto, Norbu, siendo el líder espiritual que es, no prescinde de la herramienta más efectiva que ha tenido el budismo a la hora de intentar transmitir sus enseñanzas: la metáfora. Las razones sobran. La metáfora es un cuento corto pero consistente, que entre otras cosas, permite que una circunstancia particular se amplíe en su significado y, de esta forma, comprenda posibilidades que una descripción despellejada y somera no lograría. La metáfora es una solución óptica.
En La Copa, uno de los monjes cuenta la historia-metáfora de un conejo que vio su reflejo por primera vez en un estanque y se aterró de la imagen monstruosa que apareció ante él. De inmediato, salió despavorido a preguntarle a los otros animales si habían visto al terrible ser que habitaba esas mansas aguas. Ninguno quiso prestarle atención: nadie había visto al monstruo. En esta ocasión, la metáfora se refería, más allá de la historia de un conejo descabellado, a esa forma tan acostumbrada de castigarnos ante un espejo; cuando vemos (y contemplamos) bestias inexistentes e imaginarias. Me acosté dándole vueltas al asunto.
Salí a correr esta mañana y, mientras oía las noticias en la radio, se me ocurrió una metáfora sobre nuestro país. El debate de la emisora, entre varios panelistas, se cernía sobre la imposibilidad, para unos, de creerle a un personaje público caracterizado por su impresionante capacidad de mentir.
La verdad, para todos y sin excepción, es una bolsa de piedras que cargamos todos los días de nuestras vidas. Y aunque parezca que se trata de una carga, la verdadera naturaleza y bondad de ese peso se refiere al aplomo y mesura que traen consigo. Esa forma de gravedad, se refleja en vernos impedidos, casi físicamente, para tomar decisiones a la ligera y de forma irreflexiva. La verdad es una forma de contención del comportamiento. En cambio, con las mentiras sucede lo contrario. Cada vez que se miente, se va arrojando una de las piedras de la bolsa y aunque parezca que nuestro paso se aliviana o aligera, lo que sucede, es que nuestro andar se vuelve más irresponsable e impredecible. En otras palabras, nos volvemos muy peligrosos para los demás.
Decía Aristóteles que tanto la virtud como el vicio se ejercitan y que por efecto, aquellos que precisaban virtud en sus vidas -como en cualquier ejercicio- les era más fácil comportarse virtuosamente. Lo mismo ocurre con el vicio, y su común manifestación: la mentira. Cada vez es más fácil mentir para el mentiroso. Por esta razón, es de personas sensatas no creerle a los que han convertido en oficio el vicio de despojarse del peso de la verdad.
Cuando se trata de personajes poderosos, la situación puede ser algo más preocupante y dañina. No sobraría recordar -a la hora de depositar nuestras confianza en mentirosos profesionales- cada una de las piedras que estos personajes han ido tirando en su camino. Todos esos pesos de los que se han librado y que, probablemente, los han llevado a las sospechosas dignidades que hoy ocupan.
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