Olvidarlo todo
- Camilo Fidel López
- hace 4 días
- 3 Min. de lectura
Las coincidencias pueden ser crueles. La visita de una familiar querida, en pleno decaimiento mental irreversible, ocurrió en la misma semana en que me esforzaba por encontrar el revés de una historia sobre un hombre envejecido que revive a su esposa fallecida, escribiéndola. En la ficción, el personaje interrumpe su realidad ejerciendo —con los tropiezos de la edad— el oficio de la literatura; en la vida de carne y hueso, la tía se confunde a cada paso y llama con insistencia a su mamá. No supo quién era yo, pero sonreía. La mirada y la piel le brillaban como de costumbre. Aún quedaba algo de ella dentro de su mente trémula. A la mujer aguerrida que conocí, su memoria fallando la empujaba hacia recuerdos azarosos de su niñez y de su juventud. Luego de la congoja que conlleva ver a un ser amado apagándose de a poco, pensé que su desmemoria —tan temible y tan implacable— le daba una última oportunidad de vivir décadas atrás —casi nueve— y recuperar los tesoros perdidos de la inocencia y el amparo. La atroz, pero tierna reconciliación de las edades. Si ahora su mente solo es capaz de atraer recuerdos lejanos, quizás, en la desesperación de no reconocerse, pueda haber algo de sosiego. La calma que trae verse atrás en la vida, y ver a su mamá —fallecida hace cuarenta años— en las hermanas, y a las hermanas, ahora rejuvenecidas, en sus sobrinas. Como si se tratara de una trampa del tiempo, los personajes de la conciencia nublada se intercambian y vuelven a existir. Más allá de la experiencia asombrosa de volver a recuperar vívidamente una porción del pasado, se impone una pérdida mayor: el presente se diluye como la niebla que atraviesan los rayos del sol de mañana. Ese tiempo que nos sujeta a la vida tangible y en el que tanto nos recomiendan —sin éxito— vivir. No somos compartimentos temporales: la mayoría existimos tanto en el ahora como en el ayer y en el mañana. Y así, mucho nos empeñamos en recordar, con la nostalgia de un náufrago, algún detalle o anécdota que empieza a extinguirse o —en el mejor de los casos— a inventarse. Porque, incluso gozando de salud y juventud, la memoria, resbaladiza por naturaleza, nos incita a la invención: el presente pavimentando los agujeros del pasado. A rellenar esos espacios que se desvanecen con narraciones que nunca sucedieron, pero que de alguna manera quisimos que sucedieran. Si nuestro pasado es la historia que nos contamos a nosotros mismos, como afirmaba el personaje Theo de la premonitoria película de Spike Jonze, Her, nadie está a salvo de hacer de su vida una ficción compleja y conveniente; como el escritor de mi historia. Por lo pronto, me quedará recordar a la tía, a su piel brillante y su pelo blanco y elegante, como una figura directa y locuaz. Rasgos que, a pesar de su enfermedad, se niegan a irse. Nadie se va del todo hasta que se va definitivamente. Antes de despedirme, le tomé una foto con mi teléfono a un retrato de mi tía joven, orgullosa y bella. La que, con seguridad —y por sus palabras—, a ratos la habita: cuando habla de salir a bailar, mientras la enfermera la convence de que tome otro bocado de fruta.

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