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El sacrificio devenga


Hace años que sostengo que mi madre me enseñó el amor por los demás y mi padre, por su parte, me enseñó el amor por uno mismo. Ese ha sido el equilibrio emocional de nuestro hogar, que hoy celebra los setenta años de mi papá. Llegó el buen día en el que a un buen hombre se le aplaude una vida llena de coherencia, generosidad y aplomo. “El sacrificio devenga”, me dijo una y otra vez, cuando me quejaba ante la frustración o el cansancio. No nos permitió que nos rindiéramos salvo cuando nuestra felicidad estaba en juego. Y fue por ella que sacrificó tanto. Con su oficio docente, mi viejo me enseñó que la lectura juiciosa, el rigor del pensamiento y el estudio esmerado son la mejor oportunidad para que las puertas se abran y se mantengan abiertas. Y con sus acciones diarias, me demostró que la nobleza, el perdón y la solidaridad son la mejor estrategia para querer y conservar a una familia. “Nosotros” es el enunciado rector en la casa.

Ser el hijo del capitán del equipo, del talentoso número ocho, del primer doctor de la familia, no fue fácil y pacifico. Verme reflejado en él, hizo que no siempre coincidiéramos y por efecto, que, de vez en cuando, chocáramos. Aún lo hacemos. Pero el deportista incansable, el profesor devoto, el hincha de Millonarios, el oidor de tangos y nostalgias, siempre me supo entender y perdonar. Sabe bien del origen de mis fallas y mis intermitencias: la naturaleza que herede de él. Esa inquietud e intensidad del corazón que nos hace imprudentes y sentimentales. Esa manera de querer controlar un mundo que, no pocas veces, se escurre entre nuestros dedos. Ese querer avanzar a pesar de todo y de todos. Esas ganas angustiantes de tener la razón.


Ahora que soy padre lo entiendo más. Ahora comprendo las oportunidades en que me dijo que no o cuando me exigió que me esforzara para merecer lo que deseaba. Porque no hay otra forma de mérito que la perseverancia y la honestidad. Y así quisiera formar a mi hija; enseñarle el valor absoluto de la entereza y la responsabilidad. Ya no solo soy el hijo de mi papá sino soy un papá cada vez más parecido a él. Y eso me tranquiliza. Desde luego, mi viejo está lejos de ser perfecto, jamás ha sido su intención serlo, pero es una buena persona, un buen ser humano, y con eso es más que suficiente. Decía Fontanarrosa, que su mayor anhelo era que sus hijos hicieran sonreír a sus amigos cuando los vieran llegar. Para mí, la gran dicha como hijo se concreta cuando veo la cara de mi padre al ser abrazado por sus tres nietas. Lo dejan indefenso y realizado. Es incapaz de decirles que no y se jacta de ello. Hace poco mi hija se topó un personaje de dibujos animados menudo, de gafas redondas y de cabeza pelada y me dijo señalando la pantalla: “mira papá, Abu”.

Abu está cumpliendo años hoy. Y no me queda más que agradecerle a la vida y a Dios por su salud, su regreso cada ocho días y su claridad. No envejece aquel que jamás abandona las ganas de meter un gol con los zapatos nuevos de la abuela Judith puestos. Porque sea como sea, mi viejo es todavía ese niño que juró, mirando por la ventana, que algún día tendría una casa con un árbol de navidad.

Feliz cumple, pa.
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