Me quemé dos veces: una en el codo y la otra en la yema los dedos. La estatua de cobre —con la mano y el hombro desgastados— estaba hirviendo, pero me pareció infame no tocarla. La temperatura llegaba casi a los cuarenta grados en la hora más caliente del día: las cinco y media de la tarde de agosto. Me alegro verlo ahí tan quieto y tan dispuesto. Todo lo contrario a lo que debió ser. Él y sus contradictores imaginarios que inventó cuando trataba de inventarse a sí mismo. Fernando Pessoa caminó por esas mismas calles y fue allí donde se forjaron su sabiduría y su nostalgia. Intenté pensar —luego de maldecir por el quemón— en la mayor lección que me dio ese libro sagrado que es el Libro del desasosiego; todas —no han sido pocas— se escaparon de repente. Fue solo al subirme en el tren, cuando abandoné Lisboa, que la recordé. El puñado de palabras que me cobijaron desde el momento en que supe de ellas, como la esperada lluvia que refresca un campo seco. Somos una multitud. Así lo he dicho para salvarme y cuando he tratado de agredir con sutil violencia a los otros. Ha funcionado. Jamás vivimos como uno solo. La unidad es la forma del ser más ficticia y mas cobarde. Nadie existe solo para ser él mismo. Sería un desperdicio. Como si cada vida se obligara a verse por una pequeña ventana de un ático. La misma que encontré ayer y que cuando abrí dejó entrar una corriente de aire refrescante con olor a ciudad vieja. Un espacio reducido que seguramente permitió la salida el humo de la leña con la que esas familias de herreros, poetas y marinos —por años y noches—cocinaban sus comidas a diario. La ínfima claraboya que fue atravesada por el grito de júbilo ante la noticia de la caída del dictador Salazar. Quizás el turismo desbordado también consume esas memorias. Al engalanar barrios de trabajo como zonas de moda, oculta la verdad de la ciudad y sus rincones. Lo cosmético y lo comestible prevalece sobre la identidad y la pena. Un barrio lindo a secas. Experiencias prefabricadas sepultan las sensibilidades de otros tiempos. Y sus gentes, finalmente, parten chantajeadas por el negocio flaco y espinoso del destierro. La codicia aprieta pero no ahorca. Condena a la mudanza; a volver a ser un extraño: allá lejos. Dicen que el fado es la música más triste de todas. Anoche la oí por primera vez en voz de una mujer robusta y digna. Dos viejos recios y solemnes la acompañaban con las guitarras. Los tres se detuvieron cuando un grupo de jóvenes alemanes —cuatro eran— no paraban de hablar y de reírse. Con paciencia encendida la mujer les explicó que el fado no era entretenimiento y que ella no venía a divertirlos. El fado somos nosotros, aseguró. Y por eso es que cuando se canta se hace silencio. Esa sombra escurridiza que se cuela por los callejones del Bairro Alto. Allá mismo donde nacieron los portugueses, el fado y el silencio. Ese lugar y ese tiempo donde la estatua —que nunca fue una sola— todavía caminaba entre su propia multitud. Me llevé esa noche un sabor a extinción en la boca. Un presagio. Todo podría acabar pronto. Lo vi con claridad desde la ventana del ático.
19 de agosto de 2024
Bairro Alto, Lisboa.
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