Mi vecino canta y toca la guitarra. Cada ocho días, en la noche, sabemos de su voz y de sus preferencias musicales. A veces lo hace solo y a veces vienen a visitarlo amigos y familia. Ayer fue una de esas veladas. Oí canciones hasta casi las doce; luego toda la bulla se disipó sin dejar rastro. Se retiraron con gracia y delicadeza. Entre el repertorio estuvieron Madrigal, Vámonos, Los ejes de mi carreta y muchas otras que no reconocí pero que sonaban a guabina, bolero y bambuco. Los oigo porque su sala y mi habitación solo están separados por una pared. Puedo dar fe de lo bien que la pasan. Hasta se aplauden brevemente a sí mismos cada vez que terminan. Me lo he cruzado varias veces en el ascensor. La última, vi que se había encorvado un poco y usaba un bastón para caminar. Me saludó con alegría a pesar de que parecía enfermo. Luego me extendió la mano para que saliera primero del ascensor. Las buenas viejas maneras. Nunca le he dicho nada porque no me molestan sus encuentros musicales. Incluso me dan esperanza. La vejez es un asunto incomprensible para quien solo puede imaginarla y verlo a él —y a su esposa que siempre lo acompaña y alienta— me alivia y reconforta. Solo pensar en envejecer puede ser estremecedor, pero si se hace entre canciones y amigos no parece tanta la tribulación. No parece. Incluso en un mundo aficionado a la juventud y a la inmadurez que parece descartar a lo viejo —con importantes excepciones— por el solo hecho de serlo. Anoche mientras oía las canciones de mi vecino pensé en Joe Biden y en Trump. Y en ese desastroso debate que más pareció una extraña e incoherente conversación entre una mente enferma de mentiras y otra doblegada —con crueldad— por el paso del tiempo. Dolía ver al fanfarrón hacer su mueca preferida mientras profería realidades inventadas y la estupefacción paralizada de su contrincante: una estatua de cera adolorida. Debe ser que está mucho en juego para que sometan a dos ancianos a exponer su vergüenza y su aflicción de esa manera. No sé el nombre del vecino ni de su esposa, tampoco el de su hija o los de sus nietos. No vaya a ser que se pierda el pudor retorcido (y tan bogotano) de no querer saber nada del otro. Pero yo si creo saber muchas cosas de él o al menos puedo imaginarlas. Un hombre que canta, con esa pasión momentánea y esa nostalgia por lo vivido, ha entendido que la amargura es la trampa que le sigue a los azares que todo lo revuelven y todo lo desnudan. Cada vez que lo oigo —sin realmente desvelarme— siento que se trata de alguien defendiéndose ante el tiempo con entereza y regocijo. Quizás la música es algún artefacto que obliga al minutero a detenerse y conduce a un viaje instantáneo de recuerdos y justificaciones. Así viví, así nomás y por eso canto, pareciera el manifiesto de mi entonado vecino. Su revancha exquisita. Viejos como él nos recuerdan que en el oficio de existir el equilibrio se traza entre la valía de las penas y la valía de las dichas. Y en esa pequeña ventaja que brota —a favor de eso último— cuando se le impone con severidad un límite a la vejez: no permitirle que se lo lleve todo. Ese límite que parece haber sido olvidado por los ambiciosos del partido demócrata.

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