A Cecilia León Mancilla
Por muchos años de juventud adoré El Lado Oscuro del Corazón de Eliseo Subiela. Sin embargo, fue la frase del poeta galés Dylan Thomas con la que el cineasta argentino inicia su película la que se quedó dentro. “La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo” . Esta afirmación aunque pareciera inocente se refiere, pienso yo, al protagonismo fundamental que cobran los objetos cuando se trata de mirar la vida que ya pasó. Todos esos objetos que fingen ser inanimados pero que una vez se agitan encuentran su razón de ser como esas cápsulas navideñas de acrílico transparente que simulan la caída de la nieve.
Hace unos días regresé de un viaje de trabajo con un buen amigo. Nos trasladamos por carretera a unas siete horas de Bogotá para pasar la noche en una ciudad que, a pesar de haber definido muchas instancias de mi vida, parece ser inmune a mi cariño. Tal vez por resentimiento o por simple indiferencia jamás he podido sentir como propia el lugar en el que mi papá trabajó por casi medio siglo. Dormiríamos en el apartamento de estudiante de mi viejo, un lugar que él parece conservar como un mausoleo repleto de objetos que evocan mi infancia y primera adolescencia. Al llegar sentí de inmediato el olor de mi padre y me convertí en el niño que los viernes en la noche fingía estar dormido mientras esperaba su regreso. Por su parte, mi amigo miraba con admiración y curiosidad los diplomas y reconocimientos colgados en la pared y se entretenía mientras trataba de dilucidar quién era mi papá en fotos de formaciones de equipos de fútbol. Objetos y más objetos. No fue fácil para él -luego me confesó- su padre, hace dos años exactos, había muerto. De regreso paramos en un desierto -que al parecer no es un desierto- y acompañados de un silencioso majestuoso hablamos de la obviedad más dolorosa de todas: morirse y que se nos mueran.
Foto aérea del desierto no desierto
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