En su Manual para mujeres de la limpieza cuenta Lucía Berlín los últimos días de su padre amarrado a una cama con una camisa de fuerza. Cuando se olvidó de ella y empezó a gritarle barbaridades. La maldecía y maltrataba. Ella lo consolaba -y se consolaba- recordándole los viajes que habían hecho juntos desde la punta de Argentina hasta algún desierto de Arizona. Nada sirvió. Al final de la historia lo lleva a un parque y mientras empuja la silla de ruedas suben una colina. Lo suelta por un momento, y durante un par de metros, los dos viven su última aventura. No dejó de visitarlo aunque sabía que jamás obtendría su perdón.
Anoche un amigo atribulado nos pedía un consejo de última hora. Se debatía entre irse a Nueva York, un viaje que llevaba planeando desde hace tiempo, o quedarse en la Florida con sus sobrinas para visitar los impresionantes parques de diversiones. Las ve muy poco. Una o dos veces cada par de años. Su hermano mayor migró hace mucho y terminó por echar raíces entre la incomodidad placentera de los suburbios. Aunque pareciera una decisión fácil no lo era. Al fin y al cabo, podría volver el próximo verano a visitar a las niñas y ya había comprado los pasajes para viajar a la ciudad purgatorio. Un cambio de planes le costaría dinero. Le dije que pensara en lo irrevocable. Me pidió que fuera más claro. Intenté serlo. No creo que haya tomado una decisión aún.
Lucía Berlín y uno de sus hijos.
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