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Lo que hace a un buen hombre

  • Foto del escritor: vertigograffiti .
    vertigograffiti .
  • 31 jul 2023
  • 3 Min. de lectura

Se murió el tio Manuel. “Pote” lo apodaron desde siempre sus amigos, que fueron cientos, a lo largo de una vida vivida con la generosidad sobre la piel y la disposición para cuidar y velar por los demás. Así lo hizo con mi abuelo Pedro, en su agonía larga y dolorosa. Así supe quién era mi tío hace más de veinticinco años y en eso radicó la profunda gratitud que mi viejo siempre le profesó; y le profesará. Escribía el poeta Miguel Hernández cuando despedía a su amigo Ramón Sijé en 1936, “Temprano levantó la muerte el vuelo / temprano madrugó la madrugada/“. Con esa estupefacción me quedé anoche cuando me enteré. Su partida se sintió anticipada. La muerte se adelantó y se precipitó -como bien sabe hacerlo- sobre un buen hombre. Porque lo que hace a un buen hombre no son sus palabras o sus promesas, son sus evidencias y las huellas que quedaron marcadas en las tierras que caminó. Mi tío logró forjar gratitud en las miradas de quienes habiéndolo necesitado sintieron su mano y su abrigo. Esa fue su victoria más rotunda: los demás. El alivio magnífico ante el desconsuelo de saberlo ausente desde hace unas horas.

Mi tío en sus días del servicio militar


Toda muerte es una reverberación del tiempo. Con su noticia es inevitable visitar el pasado al tratar de apiñar recuerdos que se empiezan a desprender de la pared de la memoria y caen al piso sin rebotar. Se regresa a las navidades y a las semanas santas, a los torneos de fútbol aficionado y a las guitarras que se quedaron colgadas como altares. Pero también la muerte hace imaginar al futuro y al porvenir no vivido, lo que supone la proyección de otro dolor eventual y drástico: cuando sea mi padre el que fallece, cuando lo sea yo. En ese sentido la fatalidad resulta, más que nada y más que todo, en un ajuste de cuentas con la vida que solo repara en dos asuntos antes de emitir su veredicto: el mundo en que nacimos y el mundo que dejamos. En el caso de mi tío Manuel, se despide de una realidad en la que triunfa, la que ayudó a construir con convicción con su esposa la maravillosa Reina, la reina María Imelda, honesta, alegre y amorosa. Sus hijos, sus nietos y su biznieto conforman el grandioso espectáculo de una familia unida, tal y como lo presencié ayer cuando me alejé un par de pasos en el parqueadero de la clínica y los vi consolándose, sumidos en un dolor indecible.

Acierta aquel que dijo que vivimos hasta que muere el último que nos recuerda. La sutil pero contundente estrategia para superar la fragilidad de un cuerpo al que el tiempo hace siempre regresar a la tierra. El truco para rasguñar la eternidad e interrumpir el mandato imperativo de la vida que es morirse. Mucho vivirá mi tío porque muchos sabrán recordarlo con cariño y gratitud. Anoche pensaba ante el silencio de una noche inesperada que mi tío fue un buen hombre (más una certeza que un pensamiento) que supo mantener su bondad y transmitírsela a los suyos; para que así como él lo hizo, entendamos lo más pronto posible que tener solo tiene sentido cuando se puede compartir.

Descansarán en paz tanto él como su recuerdo.
 
 
 

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