Eran otras épocas desde luego. En mi niñez casi todos los padres exigían a sus hijos ser los mejores. Ahora en cambio todos los padres creemos —por alguna frágil razón— que nuestros hijos de hecho lo son. No es pequeña la diferencia. Hace cuarenta años ser papá estaba representado por un esfuerzo mudo y sordo de sacar a una familia adelante. Sudor —mucho sudor— y lágrimas contenidas. Si los hombres no lloraban mucho menos lo hacían los papás. Escasearon los momentos de dialogo y comprensión. Mi generación echó de menos frases de cariño y de alivio. Las preguntas sobre lo delicado, lo sutil y lo sensible quedaron aplazadas para siempre. Pero nunca faltó un techo, una pensión o un alimento. Al menos en mi caso. Supongo que tampoco les tocó fácil a ellos con sus propios papás. Muchos de nuestros viejos fueron maltratados por padres que, a su vez, jamás conocieron la sonrisa y el cariño de los suyos. Forjar hombres con fuetes de cuero grueso y varillas de metales tensos era la costumbre inapelable. Siempre he pensado que es un error escatimar el pasado con la luz presente. Al fin y al cabo gracias a ese mundo viejo y cuestionable se irguió el nuevo que nos corresponde y que intentamos definir. “Papá ¿nos vamos a morir?”. Le preguntó el hijo en esa templada novela que es La carretera de Cormac McCarthy y que apenas empecé hace dos días. “No hables de eso”, le respondió el padre. Nada más. Seco y al punto. Y tal vez en eso consistía el ser papá de antes: en proteger y velar sin ventanillas abiertas para explicaciones y quejas. Millones de padres alrededor del mundo se partían la espalda para que sus hijos no tuvieran las necesidades que casi los destrozan a ellos. Supongo que cada sistema de crianza depende de las carencias de una niñez que cuando se hizo adulta las consideró tan insoportables que no estuvo dispuesta a repetirlas en sus propios hijos. Mi viejo siempre quiso un árbol de navidad y ahora es esa la época más feliz de la familia. No era un árbol era una casa. Y también supongo que por eso ahora los papás de este mundo tratamos de escuchar y hablar más. Tener una presencia más comprometida emocionalmente con nuestros hijos. Ser más que esa sombra grande que llegaba cansada por las noches a desabrocharse la corbata y a comer en silencio. Ahora los papás respondemos preguntas y, aunque el repertorio de respuestas es limitado, seguimos intentando seguir allanando esa carencia que padecimos. No es nada fácil. Muchos por ejemplo han olvidado que siguen siendo vidas independientes y anhelos enardecidos por concebirse única y exclusivamente como padres. Tengo un par de amigos así. Un error que cobrará un elevado precio cuando los hijos partan o cuando les parezcamos diminutos y aburridos. Debo admitir que no creo que el cambio generacional haya sido voluntario. Esta nueva realidad se debe a que la mujer por fin salió de su inmediato papel de ama de casa y fue eso lo que nos convocó a una nueva paternidad. Una que escucha y habla. Al desmoronarse la figura primitiva del proveedor infranqueable se abrió paso al padre que juega a las muñecas, baila y recoge a mediodía a su hija en el jardín. Muchas cosas del pasado siguen sucediendo, pero sería irresponsable decir que todo sigue igual. Uno de los peores días de mi vida y ante un rechazo doloroso mi padre trató de consolarme con una frase que recuerda de cuando en vez: “la vida no es su papá, la vida a veces le va a decir que no”. Quizás se trate de eso. Ser papá como refugio del mundo hostil de afuera. Ser papá para —ahora sí— escuchar y decir lo suficiente. Ser papá para creer que nuestros hijos son los mejores. Así todas las noches nos acostemos con la convicción de que —evidentemente— no lo son.
Una foto que me tomó mi hija. Apenas me asomo.
Entre lágrimas acabo de compartirlo con mi hermana, su hija mi sobrina, llego al mundo hace dos semanas.