Existe una diferencia sutil entre el tiempo que pasa y el tiempo que ocurre. En la primera afirmación, pareciese que se privilegia tan solo el movimiento inevitable de los días; su dinámica invisible: como el viento que atraviesa las hojas de un árbol y apenas las inquieta. En cambio, en el ocurrir del tiempo se anuncia una experiencia más tangible: la serie de acontecimientos que suceden con el único propósito de transformarlo todo. La tempestad voluble que acicala tanto a las piedras como a los cuerpos. Bastaría con revisar fotografías viejas para dar cuenta de las paredes que cayeron, las arrugas en el parpadeo y las sonrisas que empezaron a torcerse. Lo siniestro de la fotografía se encarna en poner en evidencia las ocurrencias del tiempo: su forma de quitar y dar. Su permanente recordar de que todo termina, sin más, por desvanecerse.
Septiembre de 2008. Cuando el tiempo pasaba.
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