Para el reproche de no haberte escrito por meses.
Casi todas las madres son imaginadas. Son el invento más eficaz de la memoria cuando juega a anhelar el tiempo que ya pasó. Toda madre es —en esencia— mucho más que un cuerpo y un aliento: son el don de reparar y curar y el hilo de voz que consuela con el abrazo único y verdadero. Por su propia e inevitable naturaleza, son el recurso apropiado para canciones hinchadas de nostalgias, poemas de primeros pasos infantiles y cartas de desterrados que las extrañan. En su humanidad se reúnen el sacrificio y la devoción en el inmenso e inexplicable rito de entregarlo todo por otro y por otros: la suspensión intensa del egoísmo. Una madre es una espalda que acepta todas las flechas que se dirigen a sus hijos: ser madre duele y hiere. Y es tal la estela de su amor que, sin excepción, cuando parten, cuando se mudan del mundo y moran lejos e inalcanzables, es imposible evitar la certeza de no haberles correspondido lo suficiente. De no haberlas amado lo suficiente. El absurdo de querer alcanzar el firmamento de un solo brinco.
Corrí con suerte. Hace más de cuarenta años tuve la dicha inapelable de ser hijo de una madre generosa, abnegada y paciente. Casi todo lo dejó por nosotros. Y al pensamiento íntimo y recurrente que se lo reprocha le responde extendiendo su mano hacia nosotros y señalando que todo fue por y para esos tres tipos, tan distintos y tan idénticos, que lidian con la vida gracias a su enseñanza más contundente: la esperanza innegociable. El amor de una madre es la plena sumisión al porvenir. Algo bueno vendrá; algún favor se presentará. Años atrás un buen amigo me dio un regalo insólito: una cita con un astrólogo. El adivino —bastante convincente por cierto— me dijo que mi madre había muerto cuando me dio a luz. No le creí ni una sola palabra, incluso llegó a molestarme. Mas tarde llamé a mi mamá y le conté —entre risas ofendidas—del disparate del que creí un charlatán. Ella me confesó que algo parecido había sucedido: por efecto de una droga contra el dolor, ella sintió caer a un vacío oscuro en el que ella ya no era ella. Una sensación desagradable, dijo. De cierta manera me morí, la oí decir mientras la estupefacción me detenía las lágrimas. Jamás regresé donde el astrólogo.
Quizás todas las mujeres sufren de algún tipo de muerte cuando se hacen madres: se despojan de un cuerpo y un alma que no volverán a ser los mismos. Y esa es su entrega mayor e irreversible: dejar de ser quienes eran para siempre. Eso le pasó a Catalina el día que nació nuestra adorada hija. Y aunque tuve la fortuna de estar a su lado en esta transición, solo meses después pude enterarme de que ella ya no era ella. Su mirada cambió en adelante, se hizo más fuerte y determinada por cada trasnocho y por cada día en el que era arrojada ante la cruda realidad de no poder ser una madre perfecta. Hace rato que dejó de intentar serlo. Jamás podré compensar esa renuncia. Ni siquiera podré entender la extensión y profundidad de ese dolor dichoso —esa alegría triste diría el poeta Pessoa— que significa perderse hasta fundirse en una extraña. Iniciar otra vida en la que una desconocida —la madre que la habitaba a la espera de su decisión libre—tomaba las riendas. Y así también, mi amor por ella cambió. Al deseo, a la admiración y a la alegría de vivir a su lado se le sumó una gratitud inconmensurable. Nada ni nadie me ha traído un esplendor más revelador: su renuncia adolorida, ese dejar de ser ella, jugó a mi favor al darle un único y absoluto sentido a mi enrevesada vida: ser y estar para ella, ser y estar para nuestra hija, ser y estar para la familia. Las gracias más considerables de la vida son las que la hacen más simple y explicable.
Hace unas semanas mi hija empezó a hablar de un hijo imaginario. Un tal Juan Diego. Cuando oí su historia inventada, quién sabe de dónde la sacó, un filo brillante y un peso sobrecogedor me atacaron a la vez. El solo intento de verla convertida en una mujer con un hijo en sus brazos me resultaba insoportable. Apenas es una niña de tres años y todos los días me estremece la realidad absoluta de un tiempo que pasa demasiado rápido y que sé que jamás volverá. Pero también pensé —luego de recuperarme— que mi hija, algún día, será una mujer y que ojalá pueda tener el derecho libre y sin reparos de decidir cuándo convertirse en madre. Ojalá que no sea una imposición de otros a quienes les importa un comino que tener hijo sea un morirse para las mujeres. Hija, te prometo que, esté donde esté ,tu papá, hará lo posible y lo que esté en sus manos para que esas voluntades siniestras que trataran de despojarte de tus derechos como mujer no triunfen. Será difícil, hoy sienten su victoria cercana. Podrán venir días difíciles para ti y para tu cuerpo, pero no renuncies jamás a defenderte y a defenderlo. Jamás. Es tu derecho.
Esta mañana de día de las madres pienso también en dos amigos a los que quiero mucho y para quienes hoy debe ser una jornada difícil y contrariada. Uno que hace pocos meses perdió a su adorada mamá, luego de haber sido un hijo maravilloso y entregado. Y otro, que por causa de una terrible enfermedad está viendo como su madre —junto a su memoria— se va desvaneciendo de a poco. No podría consolarlos así quisiera. Pero podría intentar decirles que una madre jamás desaparece, ni tampoco el abrigo de su comprensión y su afecto sin medida. Solo se mudan para hacerse recuerdo presente e ideal. Una madre es una rocío invisible en cada una de las decisiones, reveses y pasos de sus hijos. Ahí están. Siguen y seguirán. Permanecer es el destino irreductible de toda madre.
Feliz día a todas las madres, las presentes y las imaginadas.
Gracias.
Retrato de la madre del artista, James McNeill Whistler, 1871.
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