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  • Foto del escritorCamilo Fidel López

De lo que hablan las familias

@CamiloFidel


El lugar predilecto de las conversaciones en los hogares colombianos es la mesa del comedor. Muchas veces es incluso el único lugar de encuentro semanal de las familias; cada vez más distanciadas por las nuevas y sobrecogedoras pantallas y los afanes cotidianos de siempre. En la mesa se ejerce el sagrado derecho de hablar de cualquier cosa y de repetir las historias que el olvido ha terminado por inventar. Por fortuna, casi nunca se trata de tertulias profundas, extendidas y abstractas. Las conversaciones sobre la mesa se refieren a un intercambio básico de información que recubre y suaviza el acto primitivo de tragar bocados enteros. Por eso las madres son expertas en prohibir temáticas que puedan causar interrupciones al elemental propósito de alimentarse.

Con frecuencia se cree que los relatos son creaciones sofisticadas y exclusivas de escritores, cineastas o palabreros. Invenciones que dependen de una técnica compleja -la cual presenciamos como espectadores pasivos e inermes- y que solo están contenidas en artefactos especializados como libros, películas o series de televisión. Nada más equivocado. Los relatos se hallan en todos los rincones , oportunidades y oficios posibles. Su éxito depende, eso sí, de que la narración, sea cual sea y venga de donde venga, pueda ser recordada para luego ser repetida. Un relato requiere de su multiplicación como única forma de permanencia.


Mesa de cocina, Fernando Botero


Me puedo equivocar pero pareciera que, de un tiempo para acá, los relatos de las mesas de Colombia han girado en torno a circunstancias que no son en absoluto desconocidas pero que la situación actual ha hecho más frecuentes, deformes y álgidas. Abundan las conversaciones sobre la carestía de la vida, con todos sus tentáculos y racionamientos; mucho se habla de las incertidumbres que surgen de la imprecisión y desconocimiento de muchas propuestas de gobierno que tocan la piel de las casas y sus pequeñas certezas y; como si fuera poco, empieza a aparecer el terror de que la impunidad negociada pase de ser la excepción a la regla general. Lamentablemente, en las últimas semanas se ha venido amasando un relato poderoso de inquietud, perplejidad y asombro que puede ser sumamente peligroso. Mucho se sabe de una familia por sus silencios, pero también por las inquietudes que comparte.

Por lo pronto quedará esperar que haya un esfuerzo de los funcionarios de este gobierno por tranquilizar a miles de familias colombianas que cada vez se sienten más desprotegidas y a la deriva. Desde algo tan sencillo como el precio del pollo hasta la indescifrable política petrolera hacen parte del tumulto de informaciones que ensombrecen, abarcan y atraviesan el relato familiar. Por semana, son al menos tres las controversias y tres las confrontaciones. Combustible de favorabilidad ardiendo todos los días. No son adecuados el tono de las amenazas, los chantajes y las inexactitudes recientes para las reformas que, de suyo, deben contar con un apoyo popular mayoritario. El país no debería percibir las anunciadas transformaciones como actos de revancha política, caprichos embriagados de poder y delirios de grandeza de gente que teme ser diminuta. El cambio es un ejercicio de equilibrios no de incendios.

Hace un tiempo un amigo guajiro me dijo algo muy cierto: el peor error de un político es meterse con el plato de comida de la gente. Yo ahora lo complementaría diciendo que también se equivoca, cualquier gobierno, cuando enturbia las conversaciones de las familias al reemplazar la comunión elemental por la preocupación sobreviniente. Desaprovechando de esta forma un escenario social en donde debería primar la sensatez, la comprensión, la esperanza y el afecto. Por eso las mesas tienen cuatro patas.
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