A pesar de las recomendaciones no pudo hacer nada distinto. Era demasiado tentador volar cerca al sol. Las alas de juguete que le había construido su padre no resistirían ni la humedad de las olas ni el calor del sol. Las primeras eran fáciles de obviar, el mar se trataba de una experiencia conocida y reiterada, pero evitar acercarse a la inmensa estrella resplandeciente, que desde niño miraba con asombro, era imposible: lo superaba. Dédalo hubiese podido esgrimir las mejores razones y describir las peores consecuencias pero nada habría bastado. Ícaro tenía el destino pasajero de ser joven y correría cualquier riesgo por vivir. No le importaron las lágrimas de su progenitor, el constructor de laberintos, que intuía lo que sucedería. Luego de que padre e hijo sobrepasaran volando Samos y Delos, el muchacho, agarrado de una pestaña de confianza, se separó de su acompañante. La cera con que estaban pegadas las plumas empezó a derretirse por efecto del calor. Ícaro cayó al mar y se perdió para siempre. El corazón de Dédalo se ensombreció con la amargura que causa lo inevitable. Años después, mataría a su sobrino Perdix también inventor, cuando éste osara desafiarlo en su inteligencia creadora.
El destino inexorable de todos los hijos es desobedecer a sus padres. Lo sé ahora que ostento ambas condiciones. Más allá del tiempo y el amor dedicados, la vida siempre estará ahí, escondida y tramposa, a la espera del momento preciso para sonsacar a las hijas y a los hijos de ese mundo aburrido que son las reglas y las recomendaciones. El deleite de vivir incluye, sin falta, empezar a tomar las decisiones propias así no se sepa nada de lo que se avecina: el impulso de gobernar lo desconocido por el simple hecho de vibrar con ese poder, de empuñar esa espada que hasta ese día, como un regalo anticipado, los padres escondieron en el ático.
Hace unos días volví a leer la historia de Dédalo y su hijo Ícaro, en el magistral resumen que hace Thomas Bulfinch en su Mitología. Pero esta vez fue diferente. Esta vez me puse del lado del joven y recordé lo seductor que resulta para cualquier joven desobedecer a su padre. La antigua historia está plagada de metáforas hermosas que podrían parecer una reflexión sobre la paternidad: el juguete construido, la advertencia rogada del padre, el espectáculo inevitable del sol, la caída con las alas deshechas y la amargura sobreviviente. En otras palabras, el mito de Dédalo e Ícaro representa la interminable puesta en escena de un padre cuidando a su hijo y éste por su parte, y sin mucha alternativa, desoyéndolo. El error fundamental consiste en tratar de aplazar la llegada de la voluntad de la hija o el hijo; la cual tarde o témpano, debe aceptarse así se tengan reparos. Supongo que parte del arrepentimiento de Dédalo se centró en haberle dado a su hijo alas. Una sensación conocida por todos los padres que recoge la más paradójica de las encrucijadas: tratar de hacer feliz a un hijo mientras se pierde la tranquilidad propia.
Cuando tenía diecisiete años desobedecí a mis padres y por una imprudencia estuve cerca de ponerle punto final no solo a mi vida, sino también a la de Mafe y a la de Lucho. El carro descontrolado giró en el aire y se estrelló contra la pared de un colegio de monjas. Aún me cuesta recordar esa noche horrible e inexplicable. Ni siquiera el tiempo me ha dado claridad de porqué desobedecí a mis padres. Mientras leía el mito griego se asomó una pista: acercarse al sol es la tentación perfecta. Unos caen al mar oscuro, a otros los dioses les dan otra oportunidad, No por misericordia o pudor, los dejan vivos como testigos y voceros, para que le cuenten a los demás que no existe un espectáculo más maravilloso que los rayos de luz cuando se tienen frente a frente.
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