Fue la primera y única vez que fui a una cárcel. Como parte de la clase de Criminología, al profesor le pareció adecuado hacer una visita de reconocimiento que terminó por explicar las verdaderas consecuencias del ejercicio del derecho penal. Eramos unos sesenta estudiantes en el semestre y muchos ya empezábamos a sentirnos atraídos por esa rama del derecho que, sin duda, es la que teje mayores coincidencias con la filosofía, el cine y la literatura. Además, y gracias a esa experiencia, un par de nosotros embelesados por ciertas utopías de justicia y poder, entendimos las abismales distancias entre lo que debatíamos en clase y las implicaciones humanas, renuncias personales y aberraciones procesales del ejercicio de la materia. Ahora creo que Jaime Lombana, un docente elocuente y cercano en esos días, quería enseñarnos a partir de la decepción. Quería probarnos el cuero y los nervios y, de paso, doblegar a la ingenuidad que brota del entusiasmo de la juventud. No falló. Después del episodio, no fui el único en desistir.
En palabras del profesor, la cárcel escogida para la visita era una excepción del sistema penal. La Distrital es un edificio de ladrillos relativamente nuevo que, para el año 2001 cuando la conocí, no padecía la tortura del hacinamiento ni albergaba delincuentes relacionados con mafias o grupos terroristas. Está ubicada en el sur de Bogotá a tan solo a unos veinte o treinta minutos de la Universidad del Rosario. Recuerdo los protocolos de seguridad que se presentaron y el llamado a no separarse del grupo para evitar riesgos innecesarios. La mayoría, dentro de los que me cuento, cumplimos las instrucciones al dedillo. No fuera a ser que un simple ejercicio académico -aunque fue mucho más que eso- terminara en alguna circunstancia anómala. Nadie quería pasar la noche entre criminales por despistado o temerario. Fuimos un buen rebaño.
La cárcel Distrital, primera y única que conocí.
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