Hace poco lo noté. Esa noche volví a contar una historia que significó mucho para mí. Una época vieja que aún se balancea entre el amor y el desprecio. Esta vez me fijé -con sorpresa- que luego de repetir unos hechos, que el tiempo vuelve resbalosos, mi presencia había cambiado. Me refiero al puesto específico que ocupaba en mi memoria. En esta oportunidad, me sentí una víctima manipulada luego de que por años había sido tan solo un benefactor desinteresado. Cuando me fui a dormir, recordé que aparte de esas dos encarnaciones, también, a lo largo y ancho de los años, había sido otros: el inmaduro vengativo, el ausente y desatento, el mucha cosa, el poca cosa. El arruinado y el indiferente.
Dejé que un par de días fermentaran el asunto. Una de las líneas más significativas de esa epístola de perdón que es HER, la maravillosa película de Spike Jonze, regresó una y otra vez: “el pasado es solamente una historia que nos contamos a nosotros mismos”. Aún me sigue pareciendo cierta pero ahora pienso que está incompleta. El pasado es una historia que nos permite cambiar de lugar, diría yo. Pues no se trata de una condena irredimible e insalvable. Más bien, la oportunidad de vernos, con el paso de los días, sometidos a distintas caracterizaciones que aparentan ser inmóviles pero no lo son. Como en un carrusel, al que regresamos pero en el cual preferimos cambiar de caballito. El mismo giro y el mismo vals pero desde otro lugar, otra altura y otra montura.
Cambiar de lugar tiene un propósito personal indispensable más allá de la simple justificación. Nos permite ver quiénes fueron los otros en las historias personales. Desde luego, si el pasado permite un intercambio de lugares, eso implica que los otros también se mudan. Supongo que en eso se sustancia tanto el perdón como el rencor: en la incapacidad de mantener un puesto fijo en eso que nos contamos; eso que fuimos. El villano que redime la historia, como sugirió Fidel Castro alguna vez o el santo que se ve desnudo cuando se vuelve a recordar con palabras. Estos casos son más que frecuentes y bochornosos.
Ciertamente en eso creo que fallamos en el país, a muchos niveles y en muchas instancias. Pensar al pasado como un lugar estático y a sus protagonistas como lápidas clavadas en la tierra nos impide la posibilidad de saber, de entender y si ese fuera el caso, de perdonar. O no, si ese también fuera el caso. No recuerdo quién me contó que en alguna zona del conflicto armado llevaron a una compañía de teatro para llevar a cabo un proceso de reconciliación: el para interpretaría al guerrillero, el huérfano al verdugo y el policía al desaparecido. Me pareció brillante y suficiente: convulsionar ese pasado espinoso a través de la mirada del otro. Es probable que necesitemos sacudirlo, quitarle la tierra, mover las cercas e imaginar la piel del otro, poniéndonola encima.
Desde luego, asumir que podemos cambiar de lugar cuando contamos el pasado también es útil para conocernos y saber más de nosotros mismos. Es impresionante cómo la memoria termina sometiéndose tanto al olvido como a la madurez. Decía Fernando Pessoa algo así como que cuando se está confundido se escribe de forma confusa: es probable que los juicios que emitimos sobre un evento pasado estén sometidos a un constante movimiento; a una acción ininterrumpida que impida las sentencias finales. Como el niño juega con soldados de plomo en una guerra imaginaria, los adultos podemos recrear los personajes del pasado, moverlos a nuestro antojo, cambiarlos de bando y excluirlos de la batalla. No es poca cosa aceptar que eso que se creyó miedo era amor y eso que creímos que nos había salvado, nos dejó cojeando por un buen rato.
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