Las clases de "clown" empezaban los sábados a las dos de la tarde. Debíamos llegar puntuales a una de las instalaciones del Teatro Nacional en el barrio la Castellana. En la primera sesión reconocí un par de caras familiares que había visto en telenovelas nacionales de mucho éxito. Su presencia me aterraba. Imaginar verme sometido al escrutinio de expertos en un área desconocida para mí, era, por lo menos, abrumador. Otra vez volvía a sentirme un intruso en un mundo que no me pertenecía ni del cual era capaz de participar. El profesor era un experto argentino en teatro de improvisación, espigado, serio y calvo, con una voz tan penetrante que parecía más un instructor de militares que de payasos.
Oí con atención la solemnidad de sus palabras, cortas y concisas, que sirvieron de antesala para el primer ejercicio: improvisar una actuación como si se fuera un electrodoméstico. El profesor solo le asignaría al primer voluntario su rol, luego este, al terminar, se lo debería asignar al siguiente. Los primeros fueron los mejores, graciosos y ocurrentes, interpretaron lavadoras, máquinas de coser y un betamax; si bien recuerdo. En todo caso, no pude disfrutar las actuaciones por el temor consciente de que mi turno se acercaba. Me sudaban las manos, los pies descalzos estaban helados y la mandíbula se estremecía como un motor desajustado. “Una batería”, dijo el actor y me señaló. ¿Un batería es un electrodoméstico? Me pregunté. Había llegado el momento insuperable. Me puse de pie e interpreté -como pude- a un baterista que perdía una baqueta de la emoción y que se agachaba a buscarla mientras intentaba seguir tocando. Algunos se rieron. El profesor no se inmutó. Parecía aburrido. Esa tarde visité una tienda cercana buscando el único elemento exigido para la siguiente clase: una nariz roja de espuma redonda. Compré un par.
Al pasar de los días las clases se hicieron más complejas en su técnica y en la posibilidad de ser placenteras; es muy difícil disfrutar del espectáculo de la torpeza propia. Estar de pie en un escenario se siente como un cadalso que dura cien años. Cuando no se tiene la suficiente experiencia o no se cuenta con las herramientas necesarias, la espesa niebla del bochorno empieza a consumirlo todo; mientras se trata de hacer cualquier cosa con tal de poder salir corriendo cuanto antes. Mucho aprendí sobre la seriedad de la profesión del actor cómico y la profundidad que tienen las técnicas de improvisación teatral. Pero quizás lo más importante de haber participado en esas sesiones fue haberme permitido observar, entender y aceptar circunstancias con las que poco se sabe lidiar: los nervios paralizantes, el doloroso ridículo y la rigidez de la mente.
En un show de improvisación en Boston. 2008.
コメント