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Foto del escritorCamilo Fidel López

El payaso

Actualizado: 15 abr 2023

Las clases de "clown" empezaban los sábados a las dos de la tarde. Debíamos llegar puntuales a una de las instalaciones del Teatro Nacional en el barrio la Castellana. En la primera sesión reconocí un par de caras familiares que había visto en telenovelas nacionales de mucho éxito. Su presencia me aterraba. Imaginar verme sometido al escrutinio de expertos en un área desconocida para mí, era, por lo menos, abrumador. Otra vez volvía a sentirme un intruso en un mundo que no me pertenecía ni del cual era capaz de participar. El profesor era un experto argentino en teatro de improvisación, espigado, serio y calvo, con una voz tan penetrante que parecía más un instructor de militares que de payasos.

Oí con atención la solemnidad de sus palabras, cortas y concisas, que sirvieron de antesala para el primer ejercicio: improvisar una actuación como si se fuera un electrodoméstico. El profesor solo le asignaría al primer voluntario su rol, luego este, al terminar, se lo debería asignar al siguiente. Los primeros fueron los mejores, graciosos y ocurrentes, interpretaron lavadoras, máquinas de coser y un betamax; si bien recuerdo. En todo caso, no pude disfrutar las actuaciones por el temor consciente de que mi turno se acercaba. Me sudaban las manos, los pies descalzos estaban helados y la mandíbula se estremecía como un motor desajustado. “Una batería”, dijo el actor y me señaló. ¿Un batería es un electrodoméstico? Me pregunté. Había llegado el momento insuperable. Me puse de pie e interpreté -como pude- a un baterista que perdía una baqueta de la emoción y que se agachaba a buscarla mientras intentaba seguir tocando. Algunos se rieron. El profesor no se inmutó. Parecía aburrido. Esa tarde visité una tienda cercana buscando el único elemento exigido para la siguiente clase: una nariz roja de espuma redonda. Compré un par.

Al pasar de los días las clases se hicieron más complejas en su técnica y en la posibilidad de ser placenteras; es muy difícil disfrutar del espectáculo de la torpeza propia. Estar de pie en un escenario se siente como un cadalso que dura cien años. Cuando no se tiene la suficiente experiencia o no se cuenta con las herramientas necesarias, la espesa niebla del bochorno empieza a consumirlo todo; mientras se trata de hacer cualquier cosa con tal de poder salir corriendo cuanto antes. Mucho aprendí sobre la seriedad de la profesión del actor cómico y la profundidad que tienen las técnicas de improvisación teatral. Pero quizás lo más importante de haber participado en esas sesiones fue haberme permitido observar, entender y aceptar circunstancias con las que poco se sabe lidiar: los nervios paralizantes, el doloroso ridículo y la rigidez de la mente.


En un show de improvisación en Boston. 2008.

Según Keith Johnstone, uno de los precursores del teatro de improvisación de finales del siglo XX, la regla fundamental consiste en aceptar lo que ocurre, en no rechazar lo que se sugiere y aprovecharlo en beneficio propio y de la escena. Por eso mi error de haber interpretado a un baterista cuando la indicación, así fuese absurda, me pedía ser una “batería”. Para Johnstone, una formula para seguir la regla consiste en evitar inhibir acciones y así contar con muchas más alternativas instantáneas de improvisación. Sabía muy bien el inglés que lo que sugería era, nada más y nada menos, ir en contravía de todas las advertencias que se van acumulando en la vida; la cual nos invita casi siempre a inhibirnos. No es una sorpresa que la silueta de cualquier persona se define más de por lo que no hace que por lo que hace. En ese sentido, el teatro de improvisación es antinatural y por esta razón -y lo digo con el mayor respeto- me sirvió como una terapia para abandonar el horror de convertirme en el hazmerreír. Al fin y al cabo todos lo somos en algún momento de la vida. Eso sí, la experiencia también me enseñó a desconfiar de los que no sonríen con facilidad y confunden la seriedad con la amargura y el desdén. Todos conocemos a un par de esos.

Una de las narices duró un par de meses en el soporte de vasos del carro que después me robarían en medio de un paseo millonario que resulto muy decepcionante para los delincuentes. Casi fue cómico ver cómo las expectativas de la noche de los ladrones se iban diluyendo cuando notaron que los tesoros imaginados de un abogado eran más bien las afugias de un profesor universitario con la vida patas arriba. Entre tanto trasteo y movimiento la otra nariz terminó por refundirse. Nada raro que vuelva a aparecer de la nada cuando se esté buscado un viejo diploma de grado, un videocasete de una primera comunión o los garabatos de jardín de alguno de mis hermanos. Cuando alguien se atreva a esculcar el pasado en mi casa y se encuentre con los despojos de un payaso.

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