Se había ido de Colombia hacía mucho. Tanto que su español ya obedecía los ritmos naturales del inglés; escogía bien las palabras, sin precipitarse. Había trabajado desde hace veinticinco años en la misma empresa en Nueva York y, por lo visto, cierta fortuna había estado a su favor. Hablamos largo sobre maratones, pastramis y matrimonios y cuando nos contó de su primer regreso al país y su reencuentro con su abuela -que esperaba un niño en el aeropuerto y casi no reconoció al hombre joven que la abrazaba- sus ojos se inundaron de recuerdos. En algún punto, luego de comer un plato típico del Quindío y sumar un par de aguardientes amarillos, anunció que desde que se fue se había hecho más colombiano que antes. Todos entendimos perfectamente el significado y extensión de esas palabras. Más tarde, al notar la algarabía de la reunión lo vi en silencio, con un sombrero de colores, presenciando el baile alegre de su familia que festejaba mientras cantaba canciones de sus épocas de adolescencia. Pensé en ese momento: a Javier lo acaba de atropellar un tren.
Para algunos, la mejor metáfora de la memoria es el tren en movimiento. Basta pararse al lado de una carrilera, esperar en una plataforma fría y lejana o aguardar en un vehículo detenido por un travesaño para detectar el funcionamiento de nuestra máquina natural de recuerdos. Dicen que en algunas ocasiones, propias de alguna revelación o de la muerte, la vida pasa por enfrente a toda velocidad. Vagones repletos, que se sostienen sobre hileras de metal oxidado, nos golpean con la brisa de lo irreversible y de lo imparable. Todos los recuerdos son borrosos; aquellos que se ven con claridad son, más bien, invenciones. Algo similar sugirieron los pintores impresionistas sobre sus pinturas a mitad del siglo diecinueve en Francia. “Sus pinceladas se encaminaban a crear una ilusión aún más perfecta de la impresión visual”, comenta Gombrich al respecto. Nada de extrañar que la palabra impresión signifique un recuerdo que permanece parar terminar por inventarse.
Cuando viví solo por un par de años, en una de las paredes de mi estrecho apartamento, colgaba un afiche de una de las películas que más me han aturdido en la vida. “2046” del impecable cineasta hongkonés Wong Kar-wai. En ella, un aspirante a novelista escribe una historia en la que un japonés toma un tren hacia el año dos mil cuarenta y seis (el mismo número del cuarto en el que fue dichoso con la mujer de su vida) con el propósito de reencontrar en su memoria a un amor que por cuestiones momentáneas y de precisión le había sido esquivo. El tren solo ofrecía boletos de ida. Era imposible regresar cuando se decidía tomar ese viaje. Concluí, luego de ver varias veces la película, que aquel que decide perderse para siempre entre los sobresaltos de sus recuerdos, y huir del presente, solo le queda una morada posible: el futuro imaginado.
Entonces, habremos de saber escoger en la vida tanto a los trenes que tomamos como a los recuerdos que permitimos regresar. De eso, supongo, se trata el propósito mayor de la memoria, que no es otro que el perdón. Recordar hace parte del sentido del tacto, con el cual se mide la intensidad y la resistencia del mundo y personas que nos rodean. La cerámica de la vida. Si se trata de perdonarse o perdonar a los otros, una alternativa yace en aprender a abandonar lo vivido sin arrepentimientos o culpas. Dejar que el tren cruce enfrente de nosotros sin que emprendamos una carrera innecesaria para alcanzarlo; e pasado siempre avanza más rápido. Es bien sabido lo que sucede cuando algo o alguien se le atraviesa a un tren a toda velocidad. Mejor regresar a la fiesta y seguir bailando.
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