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El tropezón

Foto del escritor: Camilo Fidel López Camilo Fidel López
Lo inesperado ablanda al tiempo. Lo recorta en pedazos con una tijera de niños. Y los fragmentos irregulares que quedan, se atan entre vacíos que hacen que todo parezca interrumpido. Cámara lenta y cruel. El espectador de su propia vida la observa estremecido. Sabe que volverá a visitar ese momento —a revivirlo— mil veces. La memoria que culpa y que abochorna. Y luego, un silencio corto que se rompe con el llanto o con el grito. Los accidentes son materia caprichosa de la vida. La impotencia corre como la sangre surca la frente. Las palabras que rebotan contra las esquinas del dolor. Nada pasó, estás bien. El sabor agrio en la boca y la certeza de que algo —definitivamente— sí pasó. Llamar una ambulancia; irse antes de que llegue. Pero antes de todo, la mano amiga y anónima que se afana por ayudar. Esas tres mujeres que salieron del hogar geriátrico para restablecer el tiempo. Para curarlo con gazas y alcohol. Para medirle la presión mientras le observaban las pupilas. No estamos solos cuando estamos en casa. Sentir el alivio de la solidaridad. Esa pequeña niña en uniforme de corbata verde que nos contaba historias de su colegio y de su hermanita que hacía meses se había descalabrado por saltar en la cama. La esperanza reducida a un voz dulce que distrajo al miedo. Todos los niños son un solo niño. Tengo dos perros ¿quieres que los baje?. Los amigos no tardaron en llegar; casi al tiempo que mi madre. Seis centímetros y diez puntos. La sutura: el rito de sobreponer la piel cortada. El olor de la ciudad cuando pasa la medianoche. No hay nada más injusto que la percepción que los colombianos nos obligamos a tener de los otros colombianos. Esa carga impuesta de desconfianza y sospecha que nos impide ver la magnífica esencia que nos recubre. Somos gente buena, pero atemorizada. Con el tropezón lo volví a confirmar. Alguien abrió su puerta y corrió hacia nosotros.  Alguien detuvo el paseo con su perro para preguntar si estábamos bien y si podía ayudar en algo. Alguien bajó con su abuela desde un tercer piso con el solo pretexto de velar por la inocencia y evitar que el jarrón tambaleante cayera al piso. Ahora que lo pienso, si esto mismo nos hubiera sucedido en otro lugar del mundo —el tan anhelado afuera— dudo mucho que el auxilio hubiese sido tan inmediato y tan cálido. Quizás los colombianos solo sabemos quiénes somos cuando ayudamos a los demás. La mañana siguiente agradecí por mi país. Por seguir aquí. Por ser y estar aquí. Un par de días después oí una historia estupenda. Unos amigos de mi mujer me contaban que se habían enamorado mientras trabajaban en una funeraria. Un amor nacido entre lo inconmensurable y lo irreversible. Juan le tocaba con delicadeza las manos a Juliana cuando le pasaba los arreglos florales, antes de que el ataúd hiciera su último paseo. Así supo ella del amor que le iba naciendo a él y que luego supo provocarle. A veces Colombia no es más que una historia de amor que sucede aún a pesar de las circunstancias. Así resiste. Así repara cuando un árbol levanta el pavimento y una madre se tropieza mientras carga a su hija. Y la protege en la caída con su vida encorvando su cuerpo en segundos, la abraza de nuevo con todo su ser, justo como lo hacía cuando la llevaba en su vientre. 

   

Bandera # 14 del artista Santiago Castro Pulido.
Bandera # 14 del artista Santiago Castro Pulido.

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