Las palabras son artefactos delicados. Invenciones estupendas, pero peligrosas e inflamables que con facilidad se salen de control y muestran su verdadera capacidad de devastación. Su voracidad —amparada en el descuido o la malicia— se corresponde en medida e intención— con el eterno apetito humano de abarcar y dominar al mundo. Y así, de a poco y de a mucho, los días de la irresponsabilidad han hecho de las palabras seres supremos y arbitrarios que controlan todo a su antojo. El amo es ahora la mascota maltratada. Atrás quedaron los días en que las personas, más o menos, entendían y asumían su encargo como sus guardianes y albaceas. Privadas de su belleza y su necesidad, las palabras son bestias feroces que deben ser vigiladas con atención y cercanía. De otro modo, como aquellos dragones lejanos y prehistóricos, muerden e infectan las heridas que causan.
Atravesamos una época extraña, una en que la palabra es tan poco que es casi nada. La bajeza de la discusión pública ha hecho que todos los argumentos sean vencidos ante la alevosía que hace baba de la saliva. Esa treta en la que se dice lo que se dice no para explicar ni para entender, sino para manipular y envilecer. Prometeo quiere su regalo de vuelta. A diario nos sometemos al vaivén de palabras que se dejan sueltas con la intención de desordenarlo todo, de molestar con malestar, de sembrar prejuicios y mordazas. Cercenar la confianza en los demás es el hechizo del enemigo imaginario: el cultivo de antagonistas que deben ser derribados —a toda costa moral— con mentiras y exageraciones. Se yerra cuando se piensa que las redes sociales son espacios de conversación pública. A lo sumo, son foros hechos de espejos en los que la victoria consiste en convertirse en fango y en pantano: en reducir la forja de una opinión al grito repentino y a la mentira reiterada. La herida se pudre.
Pero quizás las palabras más peligrosas sean esas que parezcan inofensivas. No por casualidad son aquellas las favoritas de la revancha. “Ellos" y “nosotros”: ese binomio venenoso que abre abismos entre vecinos y los obliga a la disputa: a la temprana —o a la tardía— sangre. Ellos son nada mientras que nosotros somos lo único. Ellos son codicia mientras nosotros somos lo justo. Ellos tienen solo porque nosotros hemos sido despojados. Un juego siniestro de desmantelamiento humano en el que solo se puede ser en la medida que se niegue la posibilidad moral de existir al otro. Las grandes tragedias del siglo XX, desde el fascismo hasta el genocidio de Ruanda, empezaron con palabras (o más bien con la perdida de su valor). Irónicamente, lo innombrable inició con su uso indiscriminado e irresponsable: palabras hechas de metralla.
Cuando la palabra se vacía de sentido e importancia el tiempo marcha hacia atrás; la espalda se encorva y la mandíbula se engrosa. Regresamos al tiempo cavernario —antes del artefacto estupendo— en donde solo nos quedan la dentellada y la piedra como herramienta de convicción. Aquellos tiempos que parecen una cábala del futuro, la apuesta segura del irresponsable que dice cualquier cosa para confundir y de esa forma vencer. Vencer al progreso escaso que, ingenuamente, se creyó seguro.
Palabras y multitudes, una fórmula inestable.
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