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Esas nuevas mañanas

El tiempo pasa y sucede muy rápido, me dijeron. No terminé de creerles hasta que lo viví en carne propia —los padres somos personas exageradas y dramáticas en nuestros juicios—. En un par de semanas dejarás el jardín que te supo abrigar desde hace dos años. El segundo nido que tuviste y donde reafirmamos que la mejor compañía del saber es el afecto. Otro par de semanas después dejarás tu primera niñez atrás: el colegio grande, como lo hemos llamado y como ahora lo llamas tú, empezará. Tendrás un uniforme nuevo, unas nuevas profesoras y se abrirán las puertas del horizonte más provechoso de todos: el conocimiento. Aprenderás a leer, a contar, a escribir. Aprenderás a sentir en otro idioma. Y también a cuestionar, a dudar y forjarte tu propia opinión. Si me preguntaras por mi mayor anhelo, no es otro que seas independiente; no permitas jamás que alguien se atreva a ponerte una etiqueta (ese viejo consejo que recibí hace tanto tiempo y que me ha sido tan útil). Pero debo confesarte que lo que más me aturde es pensar que nuestras mañanas cambiarán para siempre. No me lamento porque supimos disfrutarlas entre cuentos, canciones y sueños que inventabas para entretenerme. El inicio de cada día dejará de ser ese tiempo prolongado  y detenido en el que te demorabas en levantarte de tu cama y te chupabas el dedo mientras consentías tu cobija con tu pulgar y tu índice. El rito imperdible que era interrumpido por tu mamá que te silbaba —como hacia tu abuelo con ella— antes de abrir la puerta. Sonreías al oírla y tu sonrisa retumbaba por toda la casa. Ese sonido se convirtió en la luz del faro de todo nuestro existir. La fuerza que tantas veces me hizo sentir invencible. Luego entraba yo y te besaba la frente y en silencio le agradecía a la vida por otro día a tu lado. La vida rezuma cuando se agradece su generosidad. También hubo mañanas de malhumores, llantos y gritos en donde tuvimos que echar mano de la impaciencia y corregirte: aunque tu casa te cause esa impresión, el mundo no está hecho a tu medida y más pronto que tarde deberás aceptarlo. En algunos días  tampoco podrás sentarte a tus anchas a preparar galletas de plastilina o a mirar las letras incomprensibles —por ahora— de tus libros favoritos (mi imagen predilecta). Los minutos apremiarán y el horrendo afán se hará parte de nuestras vidas. El desayuno —ese momento en que tu mamá manifestaba tu devoción por ti— será rápido o no será y el menú será mas limitado y práctico (el original solo estará disponible los fines de semana). Ya no podremos jugar al manantial de leones bajo la ducha. En adelante, el agua será solo para despertarnos y sentirnos saludables. Desde luego, las mañanas iniciarán más temprano, pero verás que durarán menos.  Todo se hará mas vertiginoso y ese tiempo que antes creímos rápido solo acelerará y acelerará. En un abrir y cerrar de ojos, estarás subida en un bus —otra de las cosas grandes a las que te enfrentarás—. Te girarás para despedirte. Verás la mirada inconsolable de tus padres: te habremos entregado a la vida. La “fascinante experiencia humana”, la llamaba tu otro abuelo. Todo cambia y todo se ajusta. Pero aún así, siempre tendrás la oportunidad de recordarlo todo al escribirlo. Escribe si no quieres olvidar como lo hago yo o aprende a silbar como lo hace tu mamá. Me tengo que ir. Se hace tarde. Iremos caminando hasta el jardín  —esta es una de las últimas veces— mientras imaginamos, entre palabras, tu futuro y el nuestro. Así solíamos jugar con el presente. Echaremos de menos a esas mañanas.



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