Es probable que la mayoría de las personas no lo sepan, pero cuando tuvo lugar uno de los tantos comienzos del grafiti, esta vez en la ciudad de Nueva York, los jóvenes que se entregaron con devoción a pintar las ciudades y sus elementos se hacían llamar escritores. Escribían sus nombres por doquier. De hecho, aún prefieren ser llamados así. El término grafiti fue una interpelación sesgada escogida por una periodista, por allá en 1972, para describir el fenómeno que empezaba a inquietar a las autoridades y a los pretendidos dueños de la expresión pública. Sin embargo, y quizás por su innegable carga emocional dicho capricho nominador (graffito en italiano significa inscripción punzada sobre un objeto o una pared) perduró por décadas y se extendió por el mundo. Incluso hoy es utilizado, por algunos, de forma precipitada, peyorativa, y sojuzgada para definir una práctica compleja y llena de matices que les resulta inexplicable y marginal. Posiblemente, esa sea la razón, o el origen, para la trillada e inútil discusión que busca comprender -o excluir- al grafiti en el respingado espectro del arte.
Fotografía de la célebre Martha Cooper en los años 70. Costa este de los Estados Unidos
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