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Foto del escritorCamilo Fidel López

Escribir como grafitero

Es probable que la mayoría de las personas no lo sepan, pero cuando tuvo lugar uno de los tantos comienzos del grafiti, esta vez en la ciudad de Nueva York, los jóvenes que se entregaron con devoción a pintar las ciudades y sus elementos se hacían llamar escritores. Escribían sus nombres por doquier. De hecho, aún prefieren ser llamados así. El término grafiti fue una interpelación sesgada escogida por una periodista, por allá en 1972, para describir el fenómeno que empezaba a inquietar a las autoridades y a los pretendidos dueños de la expresión pública. Sin embargo, y quizás por su innegable carga emocional dicho capricho nominador (graffito en italiano significa inscripción punzada sobre un objeto o una pared) perduró por décadas y se extendió por el mundo. Incluso hoy es utilizado, por algunos, de forma precipitada, peyorativa, y sojuzgada para definir una práctica compleja y llena de matices que les resulta inexplicable y marginal. Posiblemente, esa sea la razón, o el origen, para la trillada e inútil discusión que busca comprender -o excluir- al grafiti en el respingado espectro del arte.

Fotografía de la célebre Martha Cooper en los años 70. Costa este de los Estados Unidos


En cualquier caso, una mirada al ejercicio del grafiti podría orientar a la técnica y al impulso de los escritores en vísperas; entre quienes me cuento. Si se considera que un texto escrito es tan solo la derivación o resultado de otro texto precedente es inevitable encontrar una similitud con la pared cubierta de grafitis. Basta caminar por algunas calles que han sido pintadas, una y otra vez, en cualquier ciudad del mundo para descubrir que el soporte de la inscripción visible es un numeroso compendio de inscripciones previas y ocultas. Grafiti sobre grafiti. Un caso semejante sucede en la literatura con los palimpsestos (manuscritos que conservan rastros de escrituras previas) y para el caso de la pintura, con los pentimentos (que provienen de la palabra arrepentimiento y se refiere más que todo al cambio de opinión del artista). En una perspectiva amplia el grafiti es tanto lo uno como lo otro.

No obstante y más allá de la superficie y sus antecedentes, la práctica del grafiti -la cual he disfrutado como observador durante los últimos quince años- también sugiere otra semejanza con el oficio de escribir. Esta vez en formato de consejo o sugerencia. Me explico. Pocas veces he visto a un artista más determinado en su quehacer que a un grafitero. Dicha determinación, está constituida por la falta de excusas para abalanzarse sobre el primer paso creador. He aprendido -y sido testigo- de ocasiones en las que el escritor de calles le basta un deseo elemental para pintar, pintar y pintar su nombre. En esas oportunidades poco importan los permisos, la falta de recursos o la misma peligrosidad. Una configuración cultural y social que, entre otras cosas, ha convertido al grafiti en una de las formas hegemónicas del paisaje de las ciudades. Es muy poco probable que un grafitero se quede en su casa agobiado por un bloqueo creativo o una crisis de existencial. Una pulsión, casi instintiva, lo gobierna.

Ahora bien, el recurso más sorprendente del escritor de grafitis es su considerable inmunidad ante los errores. Esto podría explicase por la naturaleza misma de la práctica que enaltece la inminencia de la siguiente oportunidad. En otras palabras, el grafitero sabe que siempre habrá una ocasión constante y latente para volverlo a hacer, enmendar el error y mejorar. Por supuesto, ninguno de los artistas que he conocido están exentos de la frustración pero, como bien lo explicaba el escritor de grafitis Word, dicha carga se libera cuando se concibe todo como un ejercicio más. En esa medida, quienes pretendemos conducir nuestras vidas persiguiendo el oficio de escribir, podríamos echar mano de esa recomendación gratuita y a la vista y de esta manera entablar una negociación más satisfactoria con el oficio: dejarlo plagar de yerros, volver a empezar cuando sea necesario y repetir y repetir hasta desentrañar las palabras. Justo como sucede día tras día en casi todas las calles del mundo ante la mirada indiferente de quienes creen que el universo del escritor se reduce al confín majestuoso del libro.
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