Lo noté preocupado. Incluso, sentí algo de hostilidad en sus palabras. No supe bien quién era porque nunca se quitó el tapabocas. Cuando le conté que quería correr una maratón, me respondió de inmediato con un remedo de risa que pareció más un quejido. Por un par de minutos me advirtió sobre las consecuencias físicas de correr cuarenta y dos kilómetros. La gente se está muriendo por seguir la moda y el negocio, sentenció. Esto es serio; usted ya no tiene veinticinco años, y aun si los tuviera, tiene que ser muy precavido, se puede lesionar de por vida, me dijo. Bien sabía que no podría convencerme, la decisión ya estaba tomada. Me pidió disculpas antes de terminar su sermón con una frase contundente: usted es igual a todo el mundo, todos los días los veo entrar y salir por esa puerta. Me pareció un profesional responsable y sincero. Lo volveré a ver en unas semanas.
Cuando tomé la decisión, estaba trotando en esa ruta paradisiaca que es el sector de El Edén, cercano al aeropuerto del Armenia a unos pocos kilómetros del municipio de La Tebaida. Sentí que esta sería la última oportunidad de vivir la experiencia de una maratón. Nunca sería más fácil que cuanto antes, me dije a mí mismo. Aunque no me ha embargado el peso de los años -salvo por las canas y el asomo de la herencia paterna de la calvicie- ese día tuve la impresión de que se me estaba acabando el tiempo. Según los cálculos de longevidad de mi generación ya había vivido la mitad de mi vida. Hace poco celebraba mis cuarenta, sentado en una tienda de empanadas argentinas en la calle Príncipe de Vergara en Madrid. Esa tarde de sol estaba solo, me tomé un par de cervezas inolvidables, mientras llamaba a mi familia y mis amigos más queridos para oír y ver sus felicitaciones rectangulares y luminosas. La crisis del querer llegaría año y medio después.
Una selfie de esa noche de los cuarenta..
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