Un amigo lo dijo muy bien hace un par de días. Es peligroso restregarle la felicidad al mundo porque sin falta esa cuenta — o esa afrenta— es cobrada por los demás. Se refería, creo yo, al hábito de impartir lecciones de vida —directa o indirectamente— tan en boga hoy en día en las redes sociales. ¿Me trataba de decir algo?. Y es que ya los héroes no vienen montados a caballo blandiendo espadas para proteger honores de doncellas o viajan por el cosmos aniquilando extraterrestres balbucientes y viscosos con disparos de luz resplandeciente. No. Ahora el heroísmo —y la heroicidad— vienen en forma de dietista acusador, de maratonista ampuloso o de enamorado intachable. Y el acto heroico se resume y reduce a un “contenido” publicado. A la puesta en escena moralizante: la ética de la apariencia. El asunto de enseñar a vivir se volvió una mera cuestión escenográfica y cosmética. Pobre Diógenes. Otro buen amigo me contaba que su padre se castiga a menudo al recordar cómo la noche previa al accidente de uno de sus hijos —que cambiaría a la familia para siempre— declaraba que era un hombre feliz y pleno. Siente que lo castigó el orgullo desmedido —la hibris— y eso no se lo perdona. Supongo que nadie debería avergonzarse de su propia felicidad. Pero como decía un viejo ministro de estado sobre la riqueza en Colombia, el problema no es tenerla sino ostentarla. Anoche, que no podía dormir por el calor, leí en un libro de un comediante inglés que la felicidad es algo así como un resplandor momentáneo: un pulso repentino e incontenible. Como sentir una puñalada por la espalda; una arcada voluntariosa o ser partido en dos por un rayo sin trueno. En la naturaleza de la felicidad no está el permanecer. No es una visita que le guste quedarse a cenar y menos aceptar la invitación a pasar la noche. Todo es demasiado frágil y pasajero; lo sabe muy bien. Quizás por eso le sea tan extraño habitar las redes sociales donde el mundo y la vida parecen estables y fijos: agarrados a la triste ilusión de que nada cambie y nada parta, pero siempre cambia y parte. Pero tampoco se trata de sumirse en esa angustia o esa derrota inaplazable. No es eso. A lo mejor lo que se debe aprender es a atesorar esos destellos. Esa brevísima oportunidad. Recordarlos para siempre. Así sea fabulando lo ocurrido. Como ayer en la mañana que mientras corría, y al ser detenido por un semáforo en rojo, me atacó la impresión de ser feliz durante lo que tardó la luz en cambiar a verde. O cuando mi hija cantaba por cuadras enteras antes de llegar al parque por el helado prometido. Por alguna casualidad Rosa Montero —en esa excusa para lidiar con el duelo por la muerte de su marido que es su libro La estúpida idea de no volver a verte— afirma: “..no hay nada tan importante ni tan espléndido como el canto de una niña bajo una higuera.”. Esa casualidad que me empujó a escribir estas palabras y a dejar consignados ese par de fragmentos momentáneos en los que ayer fui feliz. Sin vergüenza. Y espero sin moralejas para los otros
Madrid, 30 de agosto de 2024
Camino al parque, luego del helado
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