Le temblaba la mano. Para ocultarlo estiraba el brazo más allá del timón. Pero el movimiento trémulo de su cabeza lo delataba. Tiene Parkinson, pensé. El camino hasta mi casa fue silencioso. Aunque llevaba tapabocas preferí bajar un poco la ventana. No fuera a ser que esa gripa que ya llevaba días, yendo y viniendo, terminara por afectar al taxista. Lo llaman pico respiratorio y se resume en el hecho de que miles de personas, simultáneamente, se enferman de gripa y sus malestares afines. Esta vez caí fuerte. Me descuidé y tuve que pasar todo un domingo atrincherado en la cama viendo la obra revancha de Larry David, Curb your enthusiasm. Un himno perfecto al egoísmo. Caminaba al baño entre escalofríos. La mirada demacrada en el espejo me culpaba por todo. Luego de la pandemia, los pensamientos fatalistas supieron hacer mella. Así no se quiera reconocer. Expresiones angustiantes como baja saturación o ventana del virus, se incrustaron para siempre en el inmenso arrecife de las paranoias humanas. Nunca enfermé de Covid o eso quise pensar. Me vacuné cuando pude y en términos generales gozo de una buena salud. Por eso el abatimiento que me causó esta gripa traicionera, sumado a la estúpida idea de los padres primerizos que repetimos: no me puedo morir, no me puedo morir, me trajo una profunda impresión. Tal vez la gripa sea un recordatorio de lo arbitrario de ese pensamiento —así sea altruista— y también de nuestra fragilidad cotidiana. Esa condición que anunció por primera vez un suegro sabio que me dijo alguna vez que la enfermedad es la prueba más inmediata de la vida. “Los únicos que no enferman son los muertos”, sentenció. Es médico. Tenía razón. Me lo dijo hace más de veinticinco años. Sus palabras aún resuenan en mí. Pensé también en la enfermedad como inevitable desenlace de cualquier vida, lo que a su vez me llevó a pensar en la vejez. Jamás he sentido sus pasos en mi cuerpo, pero la he padecido en otros. Ver seres queridos que empiezan a perder la memoria y la audición. Que caminan más lento y se encorvan más. Que guardan cada vez más silencio. Que pierden su naturaleza y su personalidad. Se hacen intermitentes. La gripa, que ahora no es más que una incómoda congestión, me llevó a muchos lugares y me dirigió hacia algunas conclusiones. La más rotunda: sin salud todo se desmorona. Todo plan se estanca; como esas cometas enredadas en cables de alta tensión que parecen inofensivos. Pero también pensé —a raíz de esa película emocionante y absurda que es La sustancia— que no extraño la juventud. Ese que fui merece mi respeto, pero lejos estoy de añorarlo. Quizás porque ahora creo que la juventud es una forma de codicia: todo se cree poner tener. Los años del deseo y el apetito desmesurados. Mejor ahora cuando sé que una gripa ruin me puede enviar a la lona y que el temblor irresistible en la mano de un taxista puede ser su mayor vergüenza. Los tiempos en los que se sabe a ciencia cierta que todo, sin excepción, está hecho, en esencia, de cristal.
Comments