Pensamos que le iba a gustar. Aún no habíamos encontrado un lugar para comer y la presencia de la inmensa máquina de colores nos sorprendió. Una mole de metal circular no parecía común —no lo era— a escasos metros de esa ciudad vieja y salada de paredes marrones. La gigantesca rueda iluminada se alzaba sobre una pequeña plaza de Faro —en el Algarve portugués— y justo enfrente de sus marismas: invitando a todos los niños y sus padres para un breve viaje por las alturas. La tarde estaba por caer a pesar de que ya eran casi las nueve de la noche. Emocionada nos respondió que sí. Quería subirse. Por ser tan pequeña no le cobraron nada. Fueron diez euros. Luego de esperar un par de minutos era nuestro turno. Nos subimos seguros de lo que hacíamos y de lo inolvidable —por inusual— del recorrido vertical que se avecinaba. No nos equivocamos. Mientras subíamos pudimos ver el sol ocultándose atrás del mar, la ciudad nueva de edificios blancos que rodea a la vieja y una luna enrojecida que brillaba tan cerca que parecía que pudiéramos tocarla. Lucía como una de esas lunas de un planeta lejano y desértico que traen las películas y los cómics de viajes por el cosmos. El paso de varios aviones, que aterrizaban o despegaban, nos servían para recordar que seguíamos en la tierra con sus tecnologías esquizofrénicas; que como supe mas temprano, habían sido señaladas con firmeza por Saramago el día en que recibió el Nobel. Un mundo que envía instrumentos a Marte, pero que permite que millones se mueran de hambre, creo que decía en portugués el texto de la fotografía en una brevísima exposición a pocos paso de la rueda de colores. Mientras ascendíamos vimos como nuestra hija descubría el miedo a las alturas. A pesar de que le dijimos que no mirara hacia abajo no nos obedeció. Supongo que también descubrió el placer que causa a veces provocarse el miedo —eso tan abominable y tan ineludible—. Encogió sus hombros y quiso llorar. No quería seguir y nos pidió que paráramos la rueda. Ya no podemos, le contestamos. No era la única asustada. También le pusimos cara a otro tipo de miedo: el temor a que ella temiera. Tratamos de tranquilizarla. Aunque no renunció a querer que la rueda se detuviera, aceptó que no dependía de sus papás — y que ya no seríamos nunca más todopoderosos—. Le hablé como me gusta hablarle; como si fuera más grande de lo que es. Dos verdades se me ocurrieron. La primera, que todos, sin excepción, tenemos miedo. No existe un lugar más concurrido para los humanos que los miedos que los atraviesan. Mis palabras parecieron tranquilizarla cuando empecé a hacer un largo listado de conocidos usando una formula simple: x también tiene miedo, y también tiene miedo, z también tiene miedo. Por último le conté que no todos los miedos iban a ser como este, al lado de sus dos papás. En compañía. Muchas veces ella estaría sola ante ciertos temores irrevocables: los propios, los íntimos, los peores. Así como lo escribió García Márquez ya no me acuerdo dónde. No pareció importarle. Ya llegará el día en que lo pueda comprender. No hay afán. Cuando bajó y se sintió otra vez en tierra corrió a abrazar a sus abuelas. Quizás olvide decirle que ahí entre esos brazos siempre estará a salvo. No todo es tan implacable en la vida. Quizás no fue necesario: lo más probable es que ya lo sepa.
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