Juguemos a los encuentros inesperados: ¿qué tienen que ver los niños españoles, la pirámide DMG y el cantante inglés Robbie Williams? En apariencia no mucho. Pero como en toda conjunción inusual basta hallar un punto de intersección para que universos que se creían inconexos empiecen a formarse en fila india. En los tres casos mencionados, ese lugar de encuentro es ese concepto luminoso -y a la vez macabro- que es la fama. Esa invasión sanguinaria en la vida de un desgraciado que se concibe, por escasos momentos, como un afortunado mientras los demás observan cada uno de sus pasos y se deleitan con cada una de sus caídas. Bien se sabe -aunque no se quiera entender- que la fama no tarda en mostrar su voluntad incineradora. Las cámaras capturan a las llamas devorando hasta la última sonrisa falsa.
Hace poco volví a ver el famoso video que comparaba los deseos de algunos niños españoles con los de niños de Uganda. El resultado fue bastante obvio: en el primer caso, los infantes deseaban juegos de video y repertorios de muñecas mientras que los africanos pedían una casa, ropa limpia o una comida buena. El contraste que de inmediato aprieta la garganta, también sorprende cuando entre los anhelos de consumo se oyen a algunos niños españoles que quieren convertirse en famosos youtubers o influenciadores. En mi opinión, son estos últimos los que revelan la mayor sordidez. Nada bueno tiene que un niño desee vivir como un mártir, tal y como sucede en algunas sectas religiosas indefendibles o en las guerras más aterradoras. El niño anhela engañado: confunde el veneno con el bálsamo, la paila hirviendo con el edén.
Así sucedió con el artista pop británico Robbie Williams, quien en un reciente documental sobre su vida, que acaba de estrenarse en Netflix, confiesa sin reparos que haberse convertido en una estrella a los dieciséis años terminó por afectarlo gravemente por los siguientes treinta. Largas temporadas de drogadicción y alcoholismo fueron ahondados por crisis de inseguridad y pánico creativo que lo llevaron a sentir los pasos de la idea primigenia del suicidio: la muerte como alivio de la vida. A los constantes ataques de la prensa inglesa, que cada vez que podía ponía en entredicho su talento e integridad, se le sumaron las exigencia de una industria que lo llevaban -para conservar el estupendo negocio de la fama- a jornadas de trabajo que lo convirtieron en un títere ojeroso e inyectado de esteroides. Encontró refugio en los Estados Unidos, en donde, para su fortuna, nunca llegó a ser tan conocido y donde encontraría solaz acudiendo a la formula de una vida común y corriente al lado de su familia. Extrañamente, el documental termina con Williams despidiéndose de sus hijos por una larga temporada en la que dará conciertos por todo el mundo.
Por lo visto, la adicción a la fama es un vicio funesto que no cesa pero que también puede encarnar una burlona ironía. Tal y como el genio de la botella que oculta en cada deseo una zancadilla. Ese fue el caso de David Murcia Guzmán, a quien su revancha con la vida -que quiso reducirlo a un simple vendedor callejero o un extra de televisión- lo llevó a constituir un negocio billonario de estafas que terminó por destrozar a miles de personas y familias. Luego de oír el estupendo podcast “DMG: El sueño de la hormiga", no me cabe duda que dicho emprendimiento desbordado y auspicioso fue solo una excusa para que Guzmán probara la fama de la cual se sentía despojado por haber nacido en la pobreza. Como los niños españoles que deseaban ser famosos, ese impulso idiotizante llevó al joven hombre de cola de caballo a poner su voz, su cara, y su pretendido estilo como parte esencial de su pirámide criminal. Un delincuente tan enloquecido con el licor del reconocimiento que lo llevó a dejar cada evidencia posible de sus crímenes solo por aplausos llenos de codicia y distracción moral de sus miles de seguidores y fieles. Gracias a ese descuido voluntario pagó largas condenas en Estados Unidos y Colombia; aún sigue preso. Luego de terminar el podcast, pensé en él y lo imaginé en su celda diminuta de la cárcel de Valledupar sonriendo de cara a una pared al recordar sus días de mesías y genio de los negocios. Distinta suerte corrieron otros criminales con el mismo esquema de fraude, sin duda más astutos, que jamás sucumbieron a ser reconocidos y pudieron irse con maletas llenas de dólares y una nueva identidad a disfrutar de las virtudes del anonimato. La vanidad es siempre una trampa.
La fama es un demonio viejo que con los años y las tecnologías ha aprendido a seducir mejor a las personas y a infiltrar sus imaginaciones con millones de suscriptores, estadios repletos y portadas de revistas. Y aunque no queda mucho por hacer, es mejor entender y aceptar cierta responsabilidad frente a las nuevas generaciones, cada vez más indefensas por las redes sociales. El niño sueña lo que el adulto le enseña a adorar. Así sea una condena atroz y pocas veces redimible como es la fama.
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