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La pandemia del reggaeton

Foto del escritor: vertigograffiti .vertigograffiti .

Actualizado: 10 abr 2023

En los meses de pandemia rompía el encierro subiendo al techo del edifico para saltar lazo. No sabía hacerlo pero tuve el tiempo suficiente para aprender. De ese tamaño fue mi reinvención. Mis brazos y piernas registraban los latigazos de la cuerda plástica con sutiles moretones lineales que quedaban por mi falta de pericia. Para distraerme, mientras daba cientos de brincos torpes y descoordinados, solía poner listas de reproducción de canciones nuevas de reggaeton que por alguna razón, durante ese tiempo, tuvieron un inusual apogeo. Mi preferido fue el album YHLQMDLG de Bad Bunny, que oí una y otra vez. El regaetton, desde mi experiencia, es una música neutra que no evoca ningún pensamiento o reflexión, pero sí que sabe producir una sensación de liviandad ideal para el ejercicio físico (que incluye la fiesta). Son sonidos de palabras sueltas para distraer la mente y ponerla a vagar con los ojos cerrados. No ahondaré en el tema para evitar la furia de los ejércitos defensores del género; ya aprendí hace rato a no atizar a los adoctrinados.

El reggaeton es una fascinante trampa al tiempo. Se pueden oír horas enteras de canciones, que suelen parecerse bastante las unas a las otras, y sentir que tan solo transcurrieron un puñado de minutos. Es música para interrumpir el devenir y los sucesos. Distracción intravenosa. En ese sentido, se podría trazar una similitud entre esta música y la experiencia de la pandemia de 2020, la cual, cada vez que trato de recordarla parece -y aparece- como un período extraño y enrarecido. Ya no sé a ciencia cierta cuánto duró: 12, 14 o 18 meses; no tengo del todo claro ese tiempo no-tiempo. Incluso, cuando salgo a la calle, entro a un supermercado o voy a cine, me parece inverosímil que de hecho haya ocurrido en realidad. Eso sí, cuando me subo a un avión y una amable azafata me recuerda poner el tapabocas en su lugar, una corriente fría de viento me revela la crudeza de esos días. Millones no corrieron con la suerte que hoy me confunde.


Es probable que mi mayor arrepentimiento de ese año fue haber pensado que la humanidad saldría mejor de semejante catástrofe. Mi buen amigo Felipe Nunez, solía burlarse de mí cada vez que, como niño en izada de bandera, exclamaba frases huecas sobre la capacidad del ser humano de regenerarse en su moralidad. Decía él, muy convencido, que nada sucedería; todo seguiría igual. Bastaría abrir el periódico de un domingo cualquiera o entrar a esa caverna de sombras sádicas que es el Twitter para darle la razón. El pesimismo es una buena apuesta que rara vez pierde.

Estos días de descanso empecé un libro prometedor llamado La Stoa del filósofo alemán Max Pohlenz, que relata en sus primeras páginas el surgimiento de las filosofías hedonistas y estoicas en un ambiente de desconfianza y frustración por las grietas que se le empezaban a ver a la vida volcada al proyecto colectivo de la polis (que defendieron desde Sócrates hasta Aristóteles). En ambos casos, ambas filosofías, cuenta Pohlenz, se concentraron en un pensamiento y una reflexión mucho más individualista que, entre otras materias, proponía la armonía entre la naturaleza exterior con la naturaleza interior y se enfocaba en el existir privado más allá de cualquier concepto -para ese momento desinflado- de estado o idea comunitaria.

Se me antoja pensar que eso mismo fue lo que pasó en la pandemia. A pesar de las millones de vidas que se perdieron y las graves fallas a los modelos económicos y políticos que se detectaron, las reflexiones con mayor audiencia se decantaron por la defensa de un falso individualismo que buscaba imponerse sobre el bienestar de los demás. Suficiente con ver los discursos de los antivacunas o los enemigos de los tapabocas para confirmar el naufragio de una oportunidad única para pensar a la humanidad y cambiar de rumbo.

Ahora me cuesta creer que exista la voluntad para volver a esas discusiones que no se dieron y que cada vez parecen menos relevantes y prioritarias; muchos menos cuando ya se recuperó cierta normalidad y el virus retrocedió en su su capacidad asesina. Aquellos que prometieron la transformación del mundo, terminaron con la lengua enredada entre tanto discurso rotundo que no llegó -ni llegará- a ningún lugar. Ya no me permitiré la ingenuidad.

Supongo que yo -de alguna manera- sí salí mejor: aprendí a saltar el lazo. Poco consuelo sigue siendo consuelo.

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