En los meses de pandemia rompía el encierro subiendo al techo del edifico para saltar lazo. No sabía hacerlo pero tuve el tiempo suficiente para aprender. De ese tamaño fue mi reinvención. Mis brazos y piernas registraban los latigazos de la cuerda plástica con sutiles moretones lineales que quedaban por mi falta de pericia. Para distraerme, mientras daba cientos de brincos torpes y descoordinados, solía poner listas de reproducción de canciones nuevas de reggaeton que por alguna razón, durante ese tiempo, tuvieron un inusual apogeo. Mi preferido fue el album YHLQMDLG de Bad Bunny, que oí una y otra vez. El regaetton, desde mi experiencia, es una música neutra que no evoca ningún pensamiento o reflexión, pero sí que sabe producir una sensación de liviandad ideal para el ejercicio físico (que incluye la fiesta). Son sonidos de palabras sueltas para distraer la mente y ponerla a vagar con los ojos cerrados. No ahondaré en el tema para evitar la furia de los ejércitos defensores del género; ya aprendí hace rato a no atizar a los adoctrinados.
El reggaeton es una fascinante trampa al tiempo. Se pueden oír horas enteras de canciones, que suelen parecerse bastante las unas a las otras, y sentir que tan solo transcurrieron un puñado de minutos. Es música para interrumpir el devenir y los sucesos. Distracción intravenosa. En ese sentido, se podría trazar una similitud entre esta música y la experiencia de la pandemia de 2020, la cual, cada vez que trato de recordarla parece -y aparece- como un período extraño y enrarecido. Ya no sé a ciencia cierta cuánto duró: 12, 14 o 18 meses; no tengo del todo claro ese tiempo no-tiempo. Incluso, cuando salgo a la calle, entro a un supermercado o voy a cine, me parece inverosímil que de hecho haya ocurrido en realidad. Eso sí, cuando me subo a un avión y una amable azafata me recuerda poner el tapabocas en su lugar, una corriente fría de viento me revela la crudeza de esos días. Millones no corrieron con la suerte que hoy me confunde.

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