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Foto del escritorCamilo Fidel López

La primera noche de la navidad

La navidad sabe anticiparse en Bogotá. No solo por la llegada temprana de las luces que resplandecen desde las ventanas lejanas de los edificios o los adornos que iluminan las entradas de las casas y los comercios. Tampoco por la voracidad comercial que prefiere a estas fechas más que a cualquier otra para esconder la trampa del consumo. La única ideología que resultó ilesa después de esa mentira dulce que fue el siglo XX. La navidad llega con prisa a Bogotá con sus firmamentos azules que saludan en las mañanas gélidas, pero también con un tipo de aire, de viento, que vigila las noches. Espeso y frío. Un viento bueno y justo. Imagino que en realidad debe ser como cualquier otro aire que se respira en Bogotá en cualquier época; contaminado y agresivo. Sin embargo de eso se tratan estas festividades: de fabular incluso lo que no existe o existe a medias. Por eso ese viento cualquiera ahora pareciera refrescar los suspiros de los que llegan tarde a las casas. Anoche lo sentí por primera vez —y anoche lo inventé—. Mucho se habla de la magia de la navidad y quizás esa retahíla maltrecha solo signifique que a causa de esta tradición interrumpimos por unos días cortos nuestra propia realidad. Por eso llamamos más a los amigos y acudimos más a la familia. Por eso perdonamos más fácil al atrevido y al insolente; evitamos la llegada del reproche y el anidamiento del rencor. Un tiempo imaginado en el que creemos ser mejores de lo que somos. Una versión amable y cándida de cada quien que aún siente y permite la esperanza en su vida. O tal vez se trata de una temporada en la que estamos más atentos —menos distraídos— frente a eso que olvidamos el resto del año. Supongo que por eso disfruté tanto ese magnífico y sencillo libro que es La clase de griego de Han Kang, la última premio Nobel. Una historia de amor y odio —propios y ajenos— sembrados en la media mitad de una contemplación constante sobre el más íntimo y el más vasto de los alrededores. Me quedó esa frase despierta —uno de los personajes queda mudo y el otro va perdiendo la vista— en la que se descifra el lenguaje de la nieve y la lluvia: la primera es el silencio, la última son las palabras. La nieve no suena —caí en cuenta— y la lluvia tiene sílabas, entonaciones, diptongos —comprendí—. Anoche me subí a un bus repleto de personas. Tenía cierto afán y no podía esperar el siguiente que con seguridad y por la hora seguro llegaría igual. Me acomodé como pude cerca a la puerta —que al cerrarse me golpeó la cara—. Quedé inmóvil entre tantos cuerpos; con esa incomodidad extraña —y muy latinoamericana— que causa la cercanía del otro. Unos segundos después me percaté que junto a mi mano —agarrada con fuerza al tubo de metal tibio— estaban otras dos manos que sostenían a dos hombres: dos nucas encogidas que miraban al piso. Eran manos curtidas de trabajo con arrugas de largas jornadas y dedos con uñas enmugrecidas y recortadas sin cuidado. Dos trabajadores cansados que en un rato se apearían y caminarían a su casa. Anónimos que jamás me volvería a cruzar en la vida. Dos siluetas borrosas a quienes ese viento de navidad, ese primer efluvio de esperanza, también les abrigaría esa noche. Dos seres a quienes ese hechizo o esa invención que es la navidad también los haría —por un par de días— sentirse mejor consigo mismos. La felicidad efímera e infantil que casi todos nos imponemos. Un tal espíritu navideño.



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