Hace rato no lo oía. Durante un trecho de mi vida seguí con cuidado cada una de sus palabras. Aprendí a ser obsecuente. Su voz es una estampida de mi memoria. Su forma de estirar las primeras sílabas de las palabras. Ese acento paisa entrecortado. Un uso perfecto —o casi perfecto— del español. Su calma. Sobre todo eso. Su serenidad para tomar decisiones difíciles. La escasez del temor en el proceder recto; tan difícil de hallar por estos días. Contaba en la entrevista sobre su juventud y sus primeros trabajos como economista. Su origen y convicción conversadora. Sus ídolos que también terminaron por matizarse. Recuerdo que años atrás me reprendió —con ese cariño distante— cuando me vio perdiendo el tiempo, en su opinión, leyendo a Vargas Vila: el paria. A veces siento que mi vida se convirtió en un día eterno que inició en el momento que renuncié. Sin osadías le dije: no soy feliz. Me supo entender. Nos despedimos. Desde esa época nos hemos visto —solo por casualidad— una vez mas. No me reconoció. Mucho de cada quien depende de los personajes que escoge para convertirlos en mito. Seres fabulados que nada tienen que ver con carnes y huesos. Siluetas de espíritus manipulados —en la más noble de sus acepciones— para encajar en la necesidad de aquel que admira y reverencia. Pienso en los deportistas olímpicos. En su gesta y su sacrificio sobrehumanos. Todo lo que pierden para poder perderlo todo —de nuevo— en un par de segundos. O ganarlo, en las contadas excepciones en las que salen victoriosos. El podio es un lugar cruel. Solo tres espacios cada cuatro años para miles de familias que buscan como único propósito la gloria. Nadie avanza solo en una olimpiada. Es demasiado trabajo. Tanto Nadia Comaneci que en sus espaldas cargó el peso insoportable de la propaganda comunista de tanto años, como aquel que lo empeña todo para ir a ver a su hija llorar desconsolada cuando el puntaje no es el suficiente. E igual la abraza. Es hora de volver con las manos vacías. Un atleta llora con la misma intensidad cuando pierde que cuando gana porque sabe que en cualquier caso le será imposible escapar a las fatalidades que escogió para su vida: el fracaso y la ingratitud. Me parece ridículo cuando un país sale de cacería cuando no llegan las medallas: aún a pesar de que no ha hecho nada para conseguirlas. O ha hecho muy poco, que en deportes de alta competitividad es lo mismo. Los destrozan, se burlan de ellos, les reclaman su cansancio, su edad y su cuerpo desde una silla ergonómica. Darían risa sino dieran tanta tristeza. Porque un atleta es todo lo que no pudimos ser. Es la excepción. Es mito y fabula. Un ser destinado a rasguñar la gloria que pronto quedará atrás cuando el récord —inevitablemente— se vuelve a perder. Tal vez su vida sea la alegoría más digna del fracaso humano. Esa maestra violenta con la que los hijos de la normalidad —ese término más vecino a la norma que a lo normal como decía Rosa Montero— nos vemos la cara todas las mañanas. Porque hasta para fracasar hay gracias y niveles. No es lo mismo quedar cuarto en una olimpiada que no ser aceptado en una universidad lejos. Como me pasó a mí. Y por eso renuncié. El mito continuó a lo largo y ancho de mi vida. Y esta mañana apareció de nuevo. Se trata de seguir. Y dejarnos maravillar por esos que al igual que nosotros fracasan, pero esta vez por lo alto. La grandeza los derriba con abrazos. Como en la lucha. Somos como ellos, aunque lejos estamos de parecérnosles. Por eso mejor darnos nuestro lugar de mero espectador incapaz. Y cuando sea el momento de aplaudir, aplaudamos. Y cuando el llanto se precipité, por ganar o perder, lloremos con ellos. Ya llegará el momento de la ingratitud.
Nadia y el 10 perfecto. la ilusión que no duraría lo suficiente.
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