Sus frases parecían hechas de retazos. Sus palabras, aunque no eran del todo incomprensibles, estaban deshilvanadas y parecían quedársele al final de la boca, resbalándose cautivas. Cuando lo entrevisté, una presencia era infaltable en su historia: el reproche por sus errores pasados. Me contó que sus papás, luego de varias oportunidades, lo habían echado de la casa. Ese fue el comienzo del fin, que quedó sentenciado cuando perdió, definitivamente, a su esposa y a sus dos hijos. Lo repudiaron con razón. Supo justificarse en una mala amistad y un amor desmedido por la selección Colombia, que lo llevaron al trago y luego a otras “cosas”. Me impresionó que nunca quisiera llamar las “cosas” por su nombre, teniendo tantos: marihuana, bareta, perico, pérez, carro, bazuco. Lamentó haber dejado de ser un buen trabajador por empezar a robar licor de los supermercados. Los policías ya lo conocían por sus entradas pasajeras a las estaciones. Lleva un par de años viviendo en las calles de la localidad de Mártires. Mientras me hablaba, su frente arrugada y de entradas profundas se encogía como queriendo triturar sus propios pensamientos.
Hago parte de una generación que en la infancia se relacionó con las drogas desde el miedo. En mucho ayudó un tenebroso comercial del extinto Banco Cafetero, en el que el rostro de un hombre joven y saludable terminaba, poco a poco pero de forma contundente, demacrado y ausente por las adicciones. Sú última imagen siempre me recordó a Jesús, y esas pinturas de las iglesias en donde al hijo de Dios se le confunde el sopor con la tristeza, justo después de ser bajado de la cruz. Al lado de ese miedo y en esos mismos años, mi infancia fue marcada por reuniones familiares en las que nunca faltó el trago, el cual era parte estructural de toda celebración y encuentro. No había nada de malo ni discutible en eso. Ya fuera para bautizar a los más jóvenes como para enterrar a los mas viejos, siempre mediaba el trago. Ya de viejo, continué -y continúo- con esa sospechosa tradición.
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