De las mil cosas que me advirtieron, meses antes de convertirme en papá, esa fue la más cierta. El tiempo pasa muy rápido: aprovecha cada minuto, cada llanto, cada trasnocho porque pronto todo quedará atrás y jamás volverá a suceder, me dijo José, mi amigo catalán. Y así resultó. El título de bebé desapareció en segundos y con la primera palabra se anunció la llegada de la personalidad y sus consecuencias. El despuntar del ser humano que ahora camina erguida es irreversible y asombroso. Todos los días lo agradezco, pero a la vez, todo los días me conmueve y aterra. Hace muy poco la sostenía entre mis brazos y dormía en mi pecho sin oponer resistencia, hoy decide los zapatos que quiere ponerse o cuando mantenerse despierta le parece mejor negocio que la siesta programada.
Al asunto lo agudiza el tiempo. Tengo un par de amigos con hijas e hijos que ya casi llegan a los diez años que me confirman que son frecuentes las discusiones y debates por las reglas y decisiones que antes eran unilaterales. Aún peor, me cuentan que con el paso de los días sus niños prefieren la compañía de sus amigos o sus familiares de la misma edad y confiesan -con cierta pena que es vergüenza y dolor en simultaneo- su temor a hacer el ridículo y a ser percibidos como vejestorios que no entienden nada. La fecha se aproxima.
No obstante, ese tiempo veloz de los hijos también encuentra su contrapartida en ese fenómeno maravilloso de reconciliación y comprensión que se alcanza con sus abuelos. Por décadas las razones y explicaciones de mis viejos me parecieron siempre insuficientes y solo cobraron sentido cuando adquirí la responsabilidad suprema de criar a otra. Ahora sé que muchas de sus negativas eran necesarias y que lo que antes concebí como terquedad no era más que un impulso inquebrantable para cuidarme. Ya se los he dicho en persona pero es mejor dejar esta evidencia escrita.
Con los mismos amigos que echan de menos a sus bebés en brazos, conversamos también del efecto de los años en nuestros papás; de cómo se vuelven más lentos, agachados y olvidadizos; de cómo un control de rutina desenlaza en una hospitalización o de cómo la incómoda resignación es la forma mas cruel de explicar el paso del tiempo. Sin embargo, con alegría y orgullo, también hablamos de los paseos que damos con ellos, los viajes que compartimos, las tardes de domingos de visitas largas de futbol nacional y chocolate caliente. Un cambio rotundo de prioridades, que al igual que en el caso de los hijos, responde al hecho de ser cada vez más conscientes, ya no del tiempo que avanza a toda prisa sino del poco que queda. Como los relojes de arena, que van consumiendo su parte superior y acumulando granitos en el fondo hasta que hacen que la montaña clara se eleve y se detenga, la vida sucede entre la perplejidad que dejan los años y su apetito: ya sea para ver germinar la vida o para dar inicio a una cuenta regresiva.
A mi hija ahora le gusta pasar el rato en el parque al lado de la casa. A veces, la acompaño y me siento en una de las bancas de madera mientras ella monta su bicicleta sin pedales o intenta escalar una estructura de cuerdas para niños más grandes que ella, y desde allí lo puedo ver todo: infantes que revolotean sonriendo e inventan sus primeros juegos y ancianos que guardan silencio y frotan su bastón o abuelitas que miran los jardines y las hojas que tumba el viento, hasta que una enfermera les dice, luego de revisar su celular, que es hora de regresar a la casa.
Es curioso contemplar al tiempo en estos años de mediana edad en los que el atrás es tan prolongado como lo que espera para avecinarse. Tanto se aprende y se reprocha por no haber hecho lo suficiente o no haber prestado atención: en eso no me cabe duda que ancianos como niños son lo mismo. Nada más que recordatorios para adultos que han perdido de vista que todo lo que se carga entre brazos, hoy o mañana, dura muy poco y es muy frágil.
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