De las mil cosas que me advirtieron, meses antes de convertirme en papá, esa fue la más cierta. El tiempo pasa muy rápido: aprovecha cada minuto, cada llanto, cada trasnocho porque pronto todo quedará atrás y jamás volverá a suceder, me dijo José, mi amigo catalán. Y así resultó. El título de bebé desapareció en segundos y con la primera palabra se anunció la llegada de la personalidad y sus consecuencias. El despuntar del ser humano que ahora camina erguida es irreversible y asombroso. Todos los días lo agradezco, pero a la vez, todo los días me conmueve y aterra. Hace muy poco la sostenía entre mis brazos y dormía en mi pecho sin oponer resistencia, hoy decide los zapatos que quiere ponerse o cuando mantenerse despierta le parece mejor negocio que la siesta programada.
Al asunto lo agudiza el tiempo. Tengo un par de amigos con hijas e hijos que ya casi llegan a los diez años que me confirman que son frecuentes las discusiones y debates por las reglas y decisiones que antes eran unilaterales. Aún peor, me cuentan que con el paso de los días sus niños prefieren la compañía de sus amigos o sus familiares de la misma edad y confiesan -con cierta pena que es vergüenza y dolor en simultaneo- su temor a hacer el ridículo y a ser percibidos como vejestorios que no entienden nada. La fecha se aproxima.

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